jueves, 26 de septiembre de 2013

Dead Man' Soul

No soy mucho de poesía, pero el otro día descubrí a Robinson Jeffers en un capítulo de Ghost Adventures y comprendí que el panteón de Poe, Béquer y Shelley, había aceptado un nuevo miembro.
De sus letras, de sus poemas, surgió la inspiración para escribir estas palabras:

Dead man' soul

No habrá días de furia que engalanen las portadas
de los medios que secuestran nuestras almas;
no habrá puños en sí mismos encerrados
ni momentos obsoletos de gratuita desgracia.

No os ocultaré secretos disfrazados de mentira,
no habrá estragos, ni estallidos,
de mi vieja amiga rabia.

No habrá dientes machacados,
ni dolor ajeno involucrado
por la cruel envidia malsana
a ese momento anunciado
desde el día de mi llegada.

No habrá nudos en la garganta,
ni sospechas desveladas,
ni siquiera habrá un canto,
ni fanfarria,
ni ese fastidioso sueño al que acusan,
eufemistas, de ser “heraldo de la ruin mañana”.

Me marcharé, sin más, en silencio.
Envuelto en las sombras de las que tejí mi capa.
Con la firmeza de un dedo que la evidencia señala.
Se extinguirá, así, mi existencia,
en el florecer honesto de una orquídea encarnada.
Polvo al polvo, y a la tierra.
Metamorfosis: de una vida, a nada.

Cuando me marche no habrá grandes aspavientos
ni huellas en la arena de mis playas.
No habrá firmas, ni estrellato,
ni coloquios disfrazados de indescifrables formatos
en los que todo lo malo es bueno, y todo lo bueno...
Fue malo.
No habrá estrellas artesanas, ni prodigios,
ni mares crecidas, Abenámar.
Tan sólo habrá silencio.
Y un suspiro
que al fin volará libre, 
por las calles de mis sueños.

Incumplidos.

Y eternos.


Rafa del Río

viernes, 2 de agosto de 2013

3º Relato: Llévame a la muerte.

Llévame a la muerte.

–Dime que me necesitas –la voz era sutil, delicada y muy sensual. Estaba perfilada en unos tonos graves pero femeninos que, lo reconozco, las primeras veces me ponían bastante cachondo.
Las primeras veces.
Tomé aire.
–Te necesito –suspiré, echándole un poco de teatro.
Ella emitió el murmullo de una sonrisa complacida.
–Estoy caliente –murmuró. Luego, pensando que tal vez el dato no fuera suficiente y yo quisiera comprobarlo, añadió–. Tócame.
–Uh... No quiero quemarme... –me salí por la tanjente.
–¡Tócame! –repitió, más alto y visiblemente enojada.
Hablaba como una prostituta barata. Una prostituta barata y cabreada. Aún así, yo no tenía opción, así que alargué mis manos hacia ella...
...Justo en el momento en que mi esposa entraba en la cocina.
Anne me miró entornando sus ojos azules y luego sonrió, curiosamente divertida:
–¿Ya estás otra vez jugando con esa?
Otros maridos habrían tenido la decencia de mostrarse perturbados, molestos, incluso contritos, palabra que nunca he entendido demasiado bien lo que significa. Yo no soy otros maridos.
Además, la culpa al fin y al cabo era de Anne.
–Hablas como si no fuera culpa tuya –protesté aferrándome a ese último pensamiento–. Y te recuerdo que esa tiene un nombre...
Desayun'o'matic 32.1TM Desarrollada por Productos Stahazzard S.L. –respondió esa, un distribuidor de alimentos del tamaño de una secadora pequeña–. La mezcla ideal de chef, cocina, cafetera profesional y refrigerador. Desayun'o'matic 32.1TM Desarrollada por Productos Stahazzard S.L. cuenta en su catálogo con más de trescientos tipos de desayuno, ochocientas variedades de infusión, doscientas dieciocho alternativas infantiles y casi quinientos tipos de café. También puedo hacer tostadas –la presentación de mi forzosa amante matutina terminó con la sintonía del anuncio televisivo–. “Desayun'o'matic, Desayun'o'matic, dulces desayunos para un día fantast'o'matic”
Productos Starhazard S.L. no invertía demasiado en publicistas de calidad.
Para cuando la cafetera terminó de cantar, Anne, con la cabeza apoyada en la pared, reía a carcajadas.
Les presento a mi esposa: Anne Encore, bromista y experta en robótica y programación de inteligencias artificiales. Desde que había estado trasteando con la maldita cafetera, hacer el desayuno se había convertido en una mezcla entre La Divina Comedia y el prólogo de una novela romántica.
–No tiene gracia –aseguré poniendo morrillos.
Anne me miró entre resuellos.
–No estoy de acuerdo –sonrió, y el sol pareció brillar en la cocina–. Además, no es culpa mía que no seas capaz de reiniciar la IA de tu novia. Sólo tienes que leerte las instrucciones.
–Las instrucciones son para pringaos –protesté–. Y no es mi novia. Por ahora sólo somos amigos.
Mi esposa volvió a reír.
–Empiezo a pensar que disfrutas con tu romance.
Me hizo sonreír, puñetera y adorable loca.
–Un hombre y un dispensador de alimentos –recité con voz grave–. Un amor separado por los prejuicios de una sociedad de carne y hueso... Mola. Algún día me fugaré con la cafetera y te arrepentirás de haberla modificado –amenacé.
Ella sonrió y se acarició la barriga. Aún no se le notaba demasiado el embarazo.
–Entonces yo me quedaré con la niña –dijo.
–Aún no sabemos si es niño o niña.
–No lo sabrás tú, cariño.
Puse los ojos en blanco. Últimamente le daban ataques de ese tipo: La mente más analítica y calculadora del país entrando en modo “sabiduría materna ancestral”, ¡Larga vida al matriarcado! Me limité a sonreír y le di un suave beso en la mejilla.
–Lo que sea. De todas formas sé que no me alejarías de la niña. Por un extraño motivo que ni tu familia ni la mía pueden comprender, me quieres demasiado para eso –le reproché mientras cogía la chaqueta y mi maletín.
Anne sonrió y me dio un fugaz beso de despedida en los labios.

El escenario del crimen era un parking abandonado bajo el sótano de un centro comercial venido a menos en la parte más jodidamente deliciosa de la ciudad. Siempre que te parezca delicioso que todos tus paseos terminen con el tacto de algo frío y peligrosamente afilado en la garganta y una voz ronca cantando el viejo clásico de “dame todo lo que lleves... Y despacito, amigo”.
El subinspector Lorca, un tipo enjuto con aspecto de haber dado a luz a toda una camada de gatitos callejeros, me miró con cara de pocos amigos. Acto seguido se giró hacia los de la científica, que rastrillaban el asfalto buscando pruebas, oro o una lumbalgia. Lo que apareciera antes.
–¿Quién ha llamado a ése? –preguntó, cabreado.
Ese, obviamente, era yo. Ed Kogan, ex-investigador privado y actual consejero de la policía en temas de prótesis robóticas y alteración de identidades cibernéticas.
Suena bien, pero la verdad no brilla tanto como parece. Como investigador privado era un fraude y pasaba más hambre que un programador basic en una convención de Macintosh. Todo el patrimonio que conseguí amasar en esa época se reducía a un montón de facturas sin pagar, deudas, y una ojeras que hacían que todo el mundo que me veía por la calle se tapara el cuello de forma instintiva.
Todo el mundo menos Anne, claro. Anne era siempre la clave de todo. Siendo sinceros, incluso mi trabajo actual como asesor era gracias a ella: la policía quería a mi esposa como consejera, pero eran incapaces de competir con el sueldo y las condiciones de contratación que Starship industries le ofrecía. Tras muchas presiones, terminaron ofreciéndome el puesto a mí con la excusa de que ya tenía experiencia en el campo de la investigación, y con la esperanza de que, cuando tuviera un caso, pediría ayuda a mi querida esposa. Acertaron, más por lo segundo que por lo primero, y me metieron en nómina.
Bien, supongo, aunque era demasiado obvio de que para ellos yo no era más que un intermediario, lo que justificaba mi necesidad de tocarle las narices a los tipos de azul cada vez que tenía oportunidad.
–¿Qué tenemos, Lorca? –pregunté, con una sonrisita irritante.
El subinspector puso los ojos en blanco.
–Echa un ojo y luego hablamos –masculló–. No toques nada... ¡Y por el amor de Dios, cuidado dónde pisas!
–Pisaré flojito para no gastar el suelo –prometí mientras me dirigía al rincón estrella, una esquina del parking en la que varios tipos de la científica y algún que otro robot con pinta de aspiradora naif realizaban su trabajo.
No soy un experto en el departamento de crímenes horribles ni tampoco soy perro viejo –échame treinta y no andarás muy lejos–, pero lo que vi no me impresionó demasiado: Siete chavales vestidos de negro, cuatro chicas y tres chicos de edades que oscilaban entre los catorce y los disecisiete años. Maquillaje moderno, spandex, botas altas con plataforma, medias de rejilla e implantes metálicos, todo ello pasado por un baño de tinta negra que resaltaba sobre la piel blanca de los muchachos. Nada nuevo, lo que uno espera encontrar en cualquier concierto de punk-goth, o de goth rock, o de lo que sea que se llame ahora. Hace mucho que dejé de tener quince años.
Los chavales estaban sentados en círculo, con las piernas cruzadas, y encorvados sobre sí mismos. 
Dormían plácidamente.
Mi primera impresión fue que estaban drogados o sumidos en algún nuevo producto psicotrópico neuronal a través de su implante neural. Luego pensé que la verdad podía ser más inocente: una partida en red y una sobrecarga en el sistema había sumido a los jugadores en un estado de semi inconsciencia. No sería la primera vez. Los implantes neurales eran seguros, pero a veces causaban accidentes. Cualquiera de las tres opciones era válida, pero sólo las dos últimas entraban en mi campo de... uh... investigación.
Me giré hacia el policía más cercano, una joven de unos veinte años armada con una papelera.
–Déjeme que adivine... ¿drogas neurales, o rol?
Lorca apareció a mi lado y me dedicó una sonrisa cínica.
–Frío, frío –me dijo.
Y con cuidado, casi con ternura, tomó a una de las muchachas por la barbilla y empujó suavemente la cabeza de la chica hacia atrás.
Ya os he dicho que no soy un experto en el departamento de crímenes horribles ni tampoco un perro viejo. Agradecí la papelera que me tendió la joven policía, que cogí con un asentimiento de cabeza. Con urgencia corrí a la esquina opuesta del parking para hacer sabio uso de la dichosa papelera. Agradecí también no haber comido demasiado en las horas anteriores.
Con el estómago vacío, algo más tranquilo, volví para enfrentarme a lo que me esperaba.
La muchacha seguía allí, no había sido una pesadilla. El trozo de fina piel que iba de la barbilla hasta el nacimiento de sus senos adolescentes era un inmenso boquete de nada absoluta a través del que podían verse las vértebras, los músculos y los tendones desgarrados.
Tuve que girar la cabeza y respirar hondo para no salir corriendo de nuevo. Lo peor no eran la herida ni la juventud de la víctima. Lo que hizo que todos los vellos de mi cuerpo se erizaran y quisieran escapar era la total, completa y absoluta falta de sangre.
Era irreal, y a la vez, atroz.
–Hemos desestimado las sospechas de drogas y partidas en red, como comprenderás –dijo Lorca a mi lado, con una sonrisa sin humor–. A la luz de los hechos, nos parecen improbables.
Tragué saliva y señalé a los chicos:
–¿Los siete...? –logré articular.
El subinspector asintió con la cabeza y tuve que volver a alejarme en compañía de mi fiel aliada, la papelera.

De camino a casa, la información del caso era como una mala canción de verano o una sintonía televisiva de esas que eres incapaz de dejar de repetir: Siete adolescentes muertos, ni gota de sangre, ningún rastro de ADN del posible –posibles asesinos, sin imágenes en las cámaras cercanas, ninguna relación entre las víctimas y, lo más gordo de todo: el informe forense provisional apuntaba a que las muertes habían resultado “placenteras”. 
¿Placenteras? 
¿Qué tiene de placentero que te arranquen la tráquea y se lleven de regalo medio cuello?
Sólo rezaba por que no se tratara de adolescentes reales, por que no fueran más que el proyecto de alguna empresa que había terminado saliendo rana. No serían los primeros androides orgánicos que terminan apareciendo en una investigación criminal...
¡Joder!
Estaba deseando llegar a casa y preguntarle a Anne si algo así era posible, a la espera de un informe más preciso del laboratorio forense. Aporreé con impaciencia el cuadro de mi viejo mustang mientras las guías imantadas pasaban a toda velocidad bajo la planta del vehículo.
Necesitaba hablar con Anne, y no me valía una videollamada.
Lamentablemente, cuando llegué a casa ella no estaba. En su lugar encontré el piso revuelto, nuestros recuerdos destrozados y una sensación de vacío que amenazó con cerrarme la garganta.
Un dispositivo sobre la mesa del recibidor desprendía un holograma en 3D en el que se adivinaba lo que parecía ser el logo de un club o de una discoteca. A su alrededor, una frase giraba, incansable: 
“Llévame a la muerte”.


Rafa del Río

jueves, 1 de agosto de 2013

2º Relato: Su reflejo en el espejo.

Su reflejo en el espejo.

La primera vez ocurrió mientras me duchaba.
No soy un tipo especialmente tímido. Es más, según algunas fuentes –no las busquen, ya están muertas, tiendo al exhibiscionismo cuando se me va la mano con el alcohol. Qué demonios. Y cuando no se me va, también. Si no estás preparado para ver según qué cosas, arráncate los malditos ojos.
No es que todo esto sea importante, tampoco nos lleva a ningún sitio. Lo que quiero decir es que no soy un mojigato.
Y a pesar de ello, cuando el tipo del espejo me habló mientras me duchaba, mi primera reacción fue la de taparme en un acto reflejo.
Tampoco es que su frase ayudara mucho:
–Vaya, parece que el agua está muy fría, Darki.
Obviamente sonreía con sorna cuando lo dijo, pero lo que me hizo reaccionar fue su voz.
Mi voz.
El tipo del espejo hablaba con mi voz, y no era eso lo único que compartíamos. Al fin y al cabo se trataba de mi reflejo, de mi maldito reflejo... O tal vez debería decir que se trataba de mi reflejo mejorado: Más alto, más guapo, más redondeado en las partes más escuálidas de mi anatomía... Y por supuesto parecía que el agua de la ducha desde la que él me hablaba estaba caliente. Mucho más caliente que la mía, al menos.
Huelga decir que el tipo del espejo me cayó como una patada en los huevos desde el momento en que nos conocimos, aunque me terminé acostumbrando a él, o mejor dicho, a hacer oídos sordos a sus comentarios. Si algo había aprendido en los últimos meses era que, si ignoraba a mi reflejo, éste acababa cansándose y desaparecía durante días.
Por eso, cuando saqué la blanca y sucia roca -parte de la herencia que me dejó el viejo- y el tipo del espejo me habló:
–¿Otro negocio?
Opté por hacer oídos sordos.
En vez de responder me dediqué a espantar a un par de cucarachas del tamaño de mi puño que pululaban por la roca. Rasqué una mínima cantidad sobre el plástico de un paquete de tabaco y la pesé a ojo tras reducirla a polvo con el tacón de mi bota.
–Muy profesional.
No respondí a la pulla, Puede que el método no fuera el mejor, pero el producto era bueno. Cogí mis cuchillos y los enfundé bajo la raída chaqueta. El cliente era de confianza pero las cosas andaban bastante revueltas en calle Letargo últimamente. Por decirlo en pocas palabras: La Coalición no veía con buenos ojos a los camellos independientes. Lo único que salvaba mi culo era que aún no habían encontrado mi alijo, lo que les obligaba a ponerse en contacto conmigo cuando tenían clientes pijos del barrio alto. Si algún día encontraban la mercancía, podía darme por muerto. Varias veces.
Una puta movida, pero nadie dijo que esto fuera fácil.
–¿Sabes que eso que vendes es veneno, no? –el tipo del espejo volvió a la carga.
Algo de eso me habían dicho, ¿y qué? Me embutí un paquete de tabaco y el mechero en el bolsillo de la chaqueta y cogí la llave que abría la gruesa puerta interior de mi cuchitril, otra parte de mi herencia.
–Además, ¿Para qué quieres el dinero? Vives en la miseria...
Esa pregunta sí merecía una respuesta.
–Quiero ganarme mis alas –repuse, enigmático.
El tipo del espejo enarcó una ceja.
–¿Ahora te crees un ángel?
Me limité a encogerme de hombros y agarré un cascote del suelo.
–Sí, el ángel de la muerte –lancé el cascote contra el espejo con todas mis fuerzas.
El cristal estalló en mil pedazos. Podía permitírmelo. Si algo sobraba en los edificios abandonados de calle Letargo eran espejos.
Mi odiado compañero me miró, multiplicado por cien desde las facetas rotas del espejo.
–Tres palabras: Control de ira.
Y soltó una carcajada ante su propia ocurrencia.

Ser un camello independiente en calle Letargo no es fácil. Apenas había llegado a los límites de Estación cuando uno de los todoterrenos de la Corporación comenzó a seguirme. No disimulaba, aunque tampoco habría podido. Cuando circulas en un mastodonte negro con más cromados que un puñetero meca de placer de Barrio Alto, el sigilo no es una opción.
No me asusté. Podían meterme dos onzas de aleación en el pecho y quitarme la mercancía, pero nadie en su sano juicio mataría a la gallina de los huevos de oro, ¿verdad? Otra cosa era que nos desvalijaran a mí y a mi cliente. No sería la primera vez.
Y eso no era bueno para el negocio.
En cuanto llegué a la esquina del viejo centro comercial me escurrí tras algo que en su momento debió ser un contenedor de basuras abandonados y desaparecí por la reja del conducto de aire.
Mi cliente me esperaba en el punto de encuentro, una gabarra anclada en un diminuto embalse bajo la vieja fábrica de conservas. Decidí sorprenderlo descolgándome tras él desde el entablado del techo.
El sorprendido fui yo.

Bajo la espesa capucha que ocultaba los rasgos de mi cliente, unos ojos fríos, inexpresivos y también bastante bonitos, me miraron con absoluta parsimonia.
–¿Darko? –preguntó la criatura con voz impersonal.
Ahogué un reniego. ¿Quién demonios envía un meca a comprar heroína?
–Tengo un mensaje para usted –añadió la androide.
No tuve tiempo de escuchar nada más. El tipo del espejo, reflejado en una mancha de aceite que flotaba sobre el agua, me hizo un gesto y señaló con la cabeza hacia el diminuto embarcadero. Extendió tres dedos de su mano derecha.
Tres atacantes, ocultos por algún tipo de dispositivo de camuflaje óptico.
Hagamos la cuenta: Tecnología punta, más clientes selectos, más una meca mensajera de las caras... Todos los factores juntos arrojaban el resultado de “asesinos entrenados”.
Joder, éste negocio lo tenía todo.
–Mierda –escupí.
Salté de la embarcación justo a tiempo. Las balas atravesaron el cuerpo metálico de la androide. El tipo del espejo y yo nos fusionábamos en un abrazo y me sumergí en las contaminadas aguas del embalse.
Volví a emerger.
Lo siguiente fue una danza de cuchillos y sangre.
Fue rápido.
No fue bonito.
Y tampoco valió de mucho. Salvo para mantenerme con vida, claro, lo que según mis conocidos tampoco es que valga mucho la pena. Los atacantes no tenían identificativos de ningún tipo. Trajes de goma, armamento comercial y dispositivos de camuflaje. No es que esperase encontrar sus tarjetas de ciudadano pero, ¡Joder! Habían sido despojados hasta de sus chips identificativos. Un simple vistazo a la reciente cicatriz que los tres lucían bajo la oreja izquierda me hizo percatarme de ello.
Cuando volví a la gabarra, el cuerpo de la androide era un amasijo de miembros desvencijados y chispas eléctricas. Lista para el desguace. Un alma cibernética para la muerte de los electrodomésticos de lujo, ningún mensaje para mí. Pero dentro del ordenador de ese cacharro tenía que haber algo. Algo que me explicara por qué cojones habían intentado matarme.
Corté amarras y apoyé la pértiga en el suelo del embalse. Conocía al informático perfecto para este trabajo. 
Y además me debía un favor.


Rafa del Río.  

miércoles, 31 de julio de 2013

Relato: Dos nuevos hermanos

Dos nuevos hermanos.

El ambiente en el interior del panteón estaba demasiado cargado. Fuera de esas cuatro paredes –de esas doce paredes, para ser más exactos– había nubes, por supuesto que había nubes, y un sol radiante, y brumas, tonos rosados y todo lo que uno esperaría encontrar a varios metros sobre el invierno que azotaba el planeta.
Pero en el panteón... En el panteón, el ambiente estaba cargado.
Décereck apagó el cigarrillo con una calma fingida, arrancó un tintineo de hielo a su copa de brandy con un leve gesto de muñeca y miró a sus once hermanos.
Julianne y Juna conversaban en un aparte ante el inmenso ventanal, deliciosas en sus vaporoso vestidos veraniegos e impasibles al resto y a los vanos intentos de August –pijo playa siempre moreno, como lo llamaba Énerest con un poco de envidia– por llamar su atención.
Nórverter, Fréberick y Octavio, se habían desprendido de sus gruesos abrigos y discutían sobre el asunto con una gravedad que, en comparación, hacía que el concilio Vaticano II pareciera una reunión de universitarios puestos de speed y viagra.
Marthlon, Auvrïle y Mey, ajenos como siempre al devenir del mundo, ensayaban unos pasos de baile al son de la vieja música que surgía de una gramola comida por el paso de los siglos.
Septelia y Énerest no se separaban de Décereck. Sentados a su lado ante dos copas de whiskey, lo miraban esperando a que hablara.
Era una jodida locura.
Pero tenía que decir algo.
Lo que fuera.
Décereck carraspeó y las miradas se volvieron hacia el hermano menor y, todos estaban de acuerdo en eso, más sabio.
–Así que... nuevos hermanos, ¿eh?
No era una gran frase, pero era algo.
Marthlon, despreocupado y cabeza hueca como él solo, tomó el relevo:
–Dos, para ser exactos.
Mey puso la puntilla con su voz cantarina:
–Una demostración universal del poder de la renovación y de la fuerza creadora de unos progenitores que aún son fuertes y...
Décereck la interrumpió con un gesto rápido de su mano que hizo que derramara unas gotas de licor sobre la mullida alfombra.
–Suficiente –exclamó– ¿Sabéis acaso quienes son su padres, a todo esto?
Los once hermanos se miraron, sin saber muy bien qué responder.
–¿La Fuerza Creadora? –probó suerte Auvrïle.
Énerest y Septelia pusieron los ojos en blanco. Nórverter miró a su hermana con frialdad.
–No –se limitó a decir con una voz cavernosa que convertía al cero absoluto en un juego de hornillo para niños–. No empecemos, por favor. Por muchas mayúsculas que le pongas no ha sido esa... fuerza creadora que tanto adoras, Auvrïle. Tampoco han sido las hadas, las dríadas del bosque, los ángelitos de los arroyos ni cualquier otra gilipollez que se le pueda ocurrir a tu dulce y completamente hueca cabecita, querida hermana –concluyó con acritud.
La chica hizo un mohín con los labios. August, incómodo por la actitud de Nórverter, flexionó sus enormes músculos, cubiertos a duras penas por una camiseta de tirantes y pasó un brazo sobre los hombros de Auvrïle en gesto protector.
–No hay por qué ser groseros, hermano –gruñó con voz masculina.
–Tampoco hay por qué ser imbéciles, hermano –respondió Nórverter.
–Basta, no quiero peleas –intercedió Énerest–. Y menos en un momento como éste.
La tensión se relajó. Puede que Énerest no fuera el más listo de los doce, pero seguía siendo el mayor.
Marthlon carraspeó y retomó el hilo de la conversación:
–De acuerdo. Vamos a tener dos nuevos hermanos... ¿Y qué? Habláis como si todo esto fuera algo malo. ¿La familia crece? Pues genial –de repente pareció perder todo su aplomo–... ¿O no?
Décereck soltó una carcajada tan divertida como un funeral militar.
–Es bueno que la familia crezca –consintió al fin–. El motivo no lo es tanto.
Todos se volvieron a mirar al hermano menor.
–¿Por qué no? –quiso saber Fréberick, que hasta el momento había seguido la conversación en silencio junto a Octavio.
Décereck se encendió otro cigarrillo e inhaló profundamente.
–Porque dos nuevos hermanos significan que las cosas han cambiado –dijo con voz átona mientras exhalaba un humo azulado–. Y eso no es bueno.
August se agitó.
–¿Me estás diciendo que nos has reunido a todos aquí, en el panteón, para hablarnos de tu miedo a los cambios? –repuso, indignado.
Nórverter resopló, impaciente, comprendiendo al fin lo que pasaba.
–No te pongas en evidencia, hermano: ¿Cuánto hace que no vives un verano como los de antes, que no sientes el calor, el Calor de verdad en tus huesos? Joder, ¡si tu bronceado huele de lejos a rayos uva y a crema barata!
–¿¡Cómo te atreves a...!?
Décereck agitó la mano, reclamando la atención.
–Basta. Me habéis preguntado quienes son los padres de estos nuevos hermanos –le dio un trago a su copa, propiciando una pausa dramática–. Sus padres... Obviamente son los mismos que los nuestros. ¿Lo entendéis ya?
Los doce miraron al suelo, como si pudieran traspasar la gruesa capa de mármol, imaginación y nubes, que sostenía el panteón a miles de metros sobre la tierra.
–¿Y eso quiere decir...? –musitó Auvrïle con una voz que partió el corazón de Décereck.
–...Que vamos a tener que ir a verlos, queridísima hermanita –suspiró el menor con una sonrisa cínica.


El ambiente en el interior del búnker estaba cargado. Puede que varios metros por encima, sobre la corteza terrestre, hubiera nieve, granizo, fuertes corrientes y todo lo que uno puede esperar de un feroz invierno.
Pero en el búnker... En el búnker el ambiente estaba cargado.
El presidente de la Alianza de Países en Crisis –lo que venía a reunir a todas las naciones de la tierra–, se levantó de la mesa dispuesto a abandonar la reunión. Los representantes de los países miembros de la Alianza, un grupo de militares mal recortados y peor vestidos, cerraban sus maletines con chasquidos solitarios y caras grises que no hacían presagiar nada bueno.
–¿Dos meses nuevos? ¿¡Dos putos meses nuevos!? –el susurro feroz del Secretario de Naciones tomó por sorpresa al presidente– ¿De verdad pretende que me crea que el planeta está a punto de irse al carajo y lo único que puede ofrecernos, señor presidente, es ampliar nuestro calendario en dos putos meses para ajustar nuestra medida de tiempo a la nueva... “realidad orbital terrestre”?
El presidente esbozó una cordial sonrisa y se giró hacia el secretario.
–Vuelva usted a poner en duda mi criterio públicamente y le meto una bala en la cabeza. Puedo hacerlo. Ventajas del estado de emergencia –dijo el hombre sin perder la sonrisa–. Además, Ethan, ¿qué cojones quería que hiciera?
El secretario entrecerró los ojos.
–¿Permiso para hablar libremente, señor?
–Denegado –respondió el presidente.
–Voy a hacerlo igualmente.
–Lamentaré tener que matarte –suspiró el presidente de la APC, tuteándolo.
El secretario sonrió, los representantes habían terminado de abandonar la estancia y estaban solos en el interior de la sala de reuniones.
–Déjate de gilipolleces, Arthur. Tu mujer te mataría si supiera que le has metido una bala en la cabeza a su hermano favorito.
Arthur Rayne, presidente de la ACP y cuñado del Secretario de Naciones se dio por vencido.
–Vale, Ethan,tú ganas.¿Qué querías que dijera?
–No sé... Podías haber probado suerte con la verdad –apuntó el secretario.
–La verdad... –Arthur sonrió.
Ethan dio un golpe en la mesa.
–La verdad. Sí, la verdad. Empezando con el porqué nos salimos de órbita hace treinta años y cómo estamos cada vez más lejos del sol.
–Así que la verdad es, para ti, una teoría... –musitó Arthur.
Su cuñado negó con la cabeza.
–Los cadáveres que encontramos en la estación Ultra son mucho más que una teoría.
El presidente de la APC soltó una carcajada amarga.
–Así quem según tú, tenía que haberme plantado ante los representantes de TODAS las naciones de la tierra para explicarles que, según una sarta de tarados conspiracionistas, estamos siendo víctimas de una maniobra alienígena que pretende convertir nuestro planeta en un bloque de hielo apto para ser invadido por su raza –repuso, sarcástico.
Ethan no dio muestras de captar la ironía.
–Especie –corrigió.
–Lo que sea...
–¡Maldita sea, Arthur, hemos perdido Alaska, el norte de Cánada, y hace meses que no tenemos noticias del Norte de Europa! ¿Me dices de los cadáveres de la estación Ultra son fruto de una teoría conspiracionista? ¡Que te jodan! Ese sí habría sido un buen comienzo...
–¿El qué? –bromeó Arthur– ¿Que me jodieran?
–Y que te vuelvan a joder –exhaló Ethan–. Si no reaccionamos pronto, la especie humana está condenada. Pero tú sólo te preocupas por añadir dos meses al calendario escolar. De coña.
Arthur sonrió.
–¿Cuánto hace que no vives un verano como los de antes, que no sientes el calor, el Calor de verdad en tus huesos? –recitó.
–¿Qué quieres decir con eso? –quiso saber Ethan, mosqueado.
Arthur no perdió su sonrisa.
–Quiero decir, amigo mío, que subestimas a la especie humana. Necesitamos estar unidos. Necesitamos estar de acuerdo. Y si convencemos a todas las naciones de que añadan esos nuevos meses, tendremos dos poderosos aliados para tu lucha. Y créeme, también necesitamos eso.


Rafa del Río

Help Wanted.



Pues sí, mira que me tocan la fibra este tipo de cosas... pero qué leches: necesito que me echéis un cable:

Llevo muuuucho tiempo con tres ideas para una próxima novela. Sí, sí, esa que nadie querrá publicar, y francamente, no acabo por decidirme. Después de mucho pensar, con la neurona a pleno rendimiento, he decidido que en los próximos días voy a subir una serie de relatos que más o menos expliquen la idea central y estén centrados en los universos de dichas novelas: Un universo futuro, un mundo apocalíptico que agoniza y un universo postapocalíptico y cuasi medieval.

¿La idea? Que me deis vuestra opinión los que queráis, aro acerca de esos relatos y cual llama más vuestra atención. Particularmente tengo mi favorita, pero quiero saber cómo lo veis vosotros, para ajustar o directamente cambiar de idea.
Empiezo ya mismo con un relato titulado "Dos nuevos hermanos", que subiré en unos minutos. El nombre de la novela no lo pongo porque haría spoiler... Espero que os guste y no se os haga pesado.

Muchas gracias,

Rafa


martes, 23 de julio de 2013

¿Dónde fuiste, inspiración?


Revolotean sobre mi lecho, extasiadas, diminutas, hermosas... Rendidas a unos principios que, si alguna vez fueron ciertos, yacen ahora olvidados y presos en las jaulas de un tiempo que jamás llegó a existir. Reflejos extendidos a lo largo de un fatal abrazo que, entre juegos, supuso mi primera muerte. 
Como polillas entregadas a una llama que, sin saber, yace extinta -luciérnagas que apenas iluminan un camino por nunca en los mapas registrado-, las palabras se posan en mis manos. Manos incapaces, de tan cansadas, que no logran retener entre sus dedos el sentido de estas fugaces estrellas.
¿Está escrito en ellas el final de aquella novela que jamás te llegué a narrar?
Tampoco importa.
Nada importa.

Cuando las palabras vuelan libres, la cabeza del autor es un páramo vacío y yermo.

Rafa del Río.

miércoles, 5 de junio de 2013

¿Para qué?



Das un sorbo al café, hoy de los instantáneos del Día, aunque no haya invitados al café bueno. La cosa aprieta y toca respirar un poco. Guardas los últimos documentos y te preparas para darle a esa pestaña tan vestida de esperanzas como de mentiras.
Enviar.
Y te reclinas en un sillón que, ahora que lo ves en perspectiva, habría sido mejor no comprar. Decides que el cigarrillo que lleva apagado en tus labios desde las ocho y cuarto se merece un poco de lumbre, plan de ahorro de los cojones. Piensas en la casa que hay que limpiar mientras en la cocina el potaje baratito se cuece a fuego lento junto a los huevos bien limpios, todo en uno. Otra factura del gas como la del mes pasado y ya podemos empezar a pensar en echarnos al monte.
De coña.
Envías los documentos, maldices a las siete furias, vuelves a tomar un trago de ese café que sabe a achicoria y a entrepierna de mono y dejas el cigarrillo apagado sobre el escritorio. Decides que los próximos cinco minutos vas a ser egoísta, que los próximos cinco minutos sólo te vas a preocupar de lo que realmente importa. Y por eso te levantas y coges en vilo a tu hija. Ambos sonreís mientras cambias los pañales.

Rafa del Río.

martes, 23 de abril de 2013

Relato: Estirpe de dragón, la auténtica historia de San Jorge.


Hacía frío. 
Qué demonios, en la Capadocia siempre hacía frío. Especialmente en ese rincón perdido, Satán se llevara su nombre. La luz mortecina del alba, luz que no iba a aumentar mucho a lo largo del día, iluminaba a duras penas un pequeño descampado en el risco, apenas una terraza conquistada por las brumas y la nieve.

Turce terminó de liarse el cigarrillo y volvió a enfundar sus manos en los toscos guantes, apenas dos remiendos de retales sin forma. 
-Así que un dragón, ¿eh? -gruñó con una voz que era como un martillazo en los oídos. 
La bestia resolló, sin quitarle el ojo de encima al hombre. Una fina llamarada de color azul surgió de sus fauces. Turce aprovechó para encender la punta del cigarrillo y aspirar una densa bocanada de apestoso humo. 
-Menuda putada... -murmuró entre dientes.
La muchacha yacía desmayada bajo un matorral especialmente resistente. No se podía negar que había elegido un buen sitio, a salvo del viento helado. Bien protegida por la espesa capa blanca y la gruesa capucha, sus cabellos rubios apenas dejaba entrever sus mejillas sonrosadas como melocotones en verano. 
Si es que alguna vez era verano en ese maldito lugar.
-Lo que no acabo de entender -confesó Turce arrebujándose aún más en su capa, un retal mal cortado de basta arpillera- es que el rey haya permitido que se ofrezca a su hija como sacrificio.
El dragón se encogió de hombros en un movimiento tan ominoso como la separación de los continentes.
"Era un sorteo", dijo mentalmente la bestia.
Turce, gran conocedor de la especie humana, sonrió.
-Ya.
El humo azulado ascendió lentamente en el frío amanecer.
"Antes me traían corderos", informó el dragón. "Se repetían menos, la verdad, y no lloraban tanto".
-¿Antes? -quiso saber Turce.
El dragón suspiró mentalmente, lo que debe ser un poco complicado.
"Antes", repitió. "Pero los animales empezaron a escasear y el pueblo decidió enviar a personas".
Turce volvió a dar una profunda calada al cigarrillo, pensativo. 
-Venga ya. Una oveja puede aparearse desde el primer año de vida y da a luz hasta a tres criaturas al año. En algunos casos más... -recitó, como si acabara de leerlo en algún sitio muy, muy lejano-. El ciclo humano es bastante más lento.
El dragón pareció meditar en las palabras del hombre.
"¿Supongo que no querían perder su leche?"
Turce, que había estado en el pueblo y había visto los rebaños de cabras y vacas pastando junto a las ovejas, no dijo nada. 
El dragón se vio obligado a rellenar el silencio: 
"De todas formas tengo entendido que le dan riquezas y tierras a los que pierden a un familiar por... el sorteo", dijo, un poco avergonzado.
El hombre sonrió de lado.
-Colman de riquezas a los que pierden una hija por... el sorteo. ¿No sería más lógico usar esas riquezas para comprar más corderos? No sé mucho de finanzas, pero me parece mucho más barato. Y menos jodido.
La bestia enarcó una ceja y miró al hombrecillo que fumaba tranquilamente delante de sus fauces. 
"¿Qué insinúas?".
Turce se encogió de hombros.
-Insinúo que nos la han jugado, amigo. Hay algo aquí que no me cuadra.
El sol ascendió sobre el risco, visible a duras penas a través de las espesas brumas. 
"Sea como sea, sabes cómo acabará esto". El dragón no parecía especialmente ufano. "Tenemos que luchar a la luz del sol que convertirá las nieves en fuegos fatuos, resollantes, con el sudor convertido en niebla rodeando nuestros cuerpos en el fragor de la batalla y todo eso".
Turce enarcó una ceja y no dijo nada. 
"No quiero asustarte, pero espero por tu bien que lleves una espada mágica o algo, porque soy bastante duro de pelar. Y lo digo sin ánimo de alardear".
El cigarrillo se apagó en los labios del hombre, que lo dejó caer al suelo y lo pisó con sus botas remendadas.
-No vamos a luchar -dijo.
El dragón lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes afilados y enormes como la reja de un castillo.
"Entonces será rápido".
Turce hizo un gesto vago con la mano. 
-No vamos a luchar -repitió-, porque no quiero matarte. Hay una bestia malvada y cabrona en estas tierras, pero no eres tú.
"Me como a la gente".
El hombre se encogió de hombros.
-Te comes lo que te ponen en el plato -corrigió-. Cualquier madre te diría que eso no es ser malo, es tener buena educación. 
El dragón pareció meditar las palabras del hombre. 
"¿Qué propones entonces?"
Turce se quitó los guantes y empezó a liarse un nuevo cigarrillo. 
-Vete. Márchate bien lejos. Para empezar no sé ni por qué estás aquí. Debe haber como un millón de sitios mejores que éste en el planeta. Yo diré que he acabado contigo. Perduraremos en la memoria y, lo más importante, seguirás vivo. 
El dragón volvió a encender el cigarrillo de Turce casi sin darse cuenta.
"Eres listo, hombrecillo, pero yo no soy tan tonto".
Una densa bocanada de humo enmarcó la siniestra sonrisa de Turce mientras miraba al dragón a los ojos.
-Tal y como yo lo veo, tenemos dos opciones: la primera, haces lo que te digo, te marchas, y vives lo suficiente como para convertirte en leyenda y disfrutarlo.
La bestia sonrió. 
"¿Y la segunda?"
 Turce extrajo algo de su raída capa.
-Antes me preguntaste si tenía una espada mágica -gruñó-. Lo que tengo es esto.
El dragón no pudo evitar mirar con temor la pequeña hoja que el hombre sostenía en las manos. La daga, de aspecto maligno, estaba oxidada y surcada de ángulos y curvas que la convertían en algo más parecido a lo que podrías encontrar sobre la mesa cubierta de manchas rojizas de una mazmorra junto a un tipo con  capucha negra que en el arsenal de un caballero. 
-Y créeme, yo no voy a ser rápido.
Algo en la mirada de Turce, una ira salvaje y mantenida a ralla por una voluntad de hierro, hizo que el dragón meditara cuidadosamente sus siguientes palabras.
"¿Y a dónde iré?", preguntó, al fin, dándose por vencido.
Turce sonrió. 
-Eso es cosa tuya -contestó-. Tengo entendido que hay un maravilloso lago en las Highlands lleno de peces y rodeado de brumas y verdes pastos. Podrías echarle un vistazo.
"Escocia, ¿eh? Es una opción", aceptó el dragón, a regañadientes. "Y tú, ¿qué harás?".
Turce miró a la princesa y sonrió de lado.
-Iré a hablar con el rey.

Grande fue el jolgorio que rodeó el regreso del caballero Turce a la aldea, y grandes la pompa y el boato con el que fue recibido en la corte quien había rescatado de las fauces de la bestia a la mismísima hija del rey. Riquezas y tierras fueron ofrecidas, pero el noble caballero rechazó todas ellas en favor del pueblo, pidiendo eso sí, el honor de un encuentro en privado con su majestad, el padre de la princesa. 
Cuando el caballero Turce, mucho antes de ser rebautizado, antes de que su nombre traspasar las fronteras y antes de ser santificado, salió de los aposentos privados de su majestad el rey, portaba una rosa, roja como la sangre, en sus manos. Ofreció la flor a la bella princesa, y, con un casto beso en la mejilla, se despidió con las siguientes palabras:
-Ahora sí estáis a salvo.

Mientras, muy lejos de allí, los parroquianos de un viejo pub de las Highlands no dejaban pasar una noche sin hablar, con una pinta de buena stout en sus manos, de la extraña criatura que decían haber visto en el lago Ness... 

  



lunes, 15 de abril de 2013

Nuevo relato en Paraiso 4

El equipo de Paraiso 4 me ha dado un voto de confianza y me han publicado un relato que, sinceramente, espero que os guste. 
¿No conocéis la página? ¡¡Pues ya estáis tardando!!
Y bueno... es feo de pedir, pero más feo es Rajoy: Os agradecería que compartierais y comentarais en la página, que esto es tema de trabajo. 
¡Que se vea que no se han equivocado al confiar en mí! 
Podéis leerlo en:
http://www.paraiso4.com/index.php?option=com_content&view=article&id=439%3Afirma-invitada-rafa-del-rio&catid=20%3Anuestros-relatos&Itemid=73

martes, 9 de abril de 2013

El tipo del espejo.



El tipo del espejo es más alto que yo. Más guapo, más fuerte, más listo... Y sonríe más a menudo que yo.
El tipo del espejo escribe lo que quiere, cuando lo desea y tal y como lo imagina. Siempre consigue esa frase que a mí se me escapa entre los dedos al soñarla.
El tipo del espejo es un triunfador, nunca duda. Vive sin prejuicios ni temores, sin remordimientos, sin ética, sin conciencia ni alma. Ajeno al devenir del tiempo. Superior, preciso, petulante...
El tipo del espejo siempre encuentra lo que busca, siempre logra lo que ansía. Voraz, destructivo, vacío...
Le odio.
Y ahora el tipo del espejo sangra. Su sangre es más roja, más oscura, más espesa que la mía. Exhala su último aliento con una sonrisa triunfal.
Yo me limito a esbozar una mueca mientras mi visión se nubla.

jueves, 4 de abril de 2013

¿Por qué?


¿Por qué?, me preguntan tus ojos, abiertos de par en par. ¿Por qué? quiere saber tu expresión congelada.
Esas manos tan inquietas, ese pecho que no alienta, esos dedos que aún tiemblan... Quieren saber el por qué.
¿Por qué?
Porque nunca pude soportar la idea de verte con otro. Porque sólo imaginarte en su lecho me llevaba a la locura. Porque ni en mis pesadillas más duras pude soñarte en labios que no fueran estos, los que mis besos anhelan.
¿Por qué?
Porque siempre te sentí mía, porque eres la sangre que mi corazón late, y porque te amo.
Tan solo por eso: Te amo.
Por ello volvería a hacerlo. Aunque sigas sin entender el por qué, volveré a preguntártelo:
¿Quieres casarte conmigo?

lunes, 1 de abril de 2013

Yo no soy así.

Yo no soy así.




Antonio no era así. Nunca lo había sido. O al menos eso habría jurado su querida y religiosa familia. Sin embargo no podía negarlo, no a sí mismo. Al fin y al cabo estaba ahí, ¿o no?: Desnudo, de rodillas, sudoroso y a punto de meterse en la boca... "eso".
Qué ridículo, ni siquiera ahora era capaz de nombrarlo, estaba demasiado avergonzado para ello.
Él, que siempre había sido el más machote, el más conservador de su grupo... Rendido al fin a su naturaleza, haciendo aquello que se había prometido que jamás haría.
Pero de perdidos al río: Abrió la boca y tomó aire profundamente, como resignándose.
Al principio le sorprendió el tacto, duro y cálido. "De modo que es así como sabe". Se descubrió a sí mismo, atolondrado, azotando la punta con la lengua, llevado, tal vez, por los nervios de esta nueva situación.
De esta primera vez.
¿Qué demonios estaba haciendo?
Decidido al fin, dejó de lamer la punta del cañón y apretó el gatillo.

sábado, 30 de marzo de 2013

Micro relato: Deja Vu

Está basado en un viejo relato que escribí hace tiempo, al que ahora he convertido en micro-relato de bolsillo. Espero que os guste ;)

        Deja Vu



Abro los ojos, abandonada al fin esa oscuridad caliente, pegajosa y oscura. Unos focos blancos, hirientes, que me hacen apretar la boca de dolor; recortan la silueta de un hombre cuya voz, dura, ronca, resuena en mis oídos. Alguien graba mi dolor con una cámara, disfrutando mi desnudez en la acreditación de un experimento del que soy, a un tiempo, víctima y sujeto.
¿Dónde estoy?
La luz remite. Junto a mí hay una mesa cargada de utensilios punzantes y afilados que no dejan lugar a dudas de su autentica naturaleza. La habitación de azulejos blancos, refulgentes, como de cuarto de baño, pierde su pulcritud en las manchas de sangre que tiñen el suelo y las paredes bajo la figura de una mujer que jadea a mi lado.
Cabrones...
Trato de ayudarla, pero alguien se acerca y, alzándome en vilo, como si fuera no más que un espantajo fantoche, me golpea las nalgas.
Lloro.
Al oír mi llanto, la mujer jadeante sonríe y extiende hacia mí sus brazos.
¿Qué..?
El tipo de la cámara me enfoca y me habla con suavidad:
--Dile hola a mamá.
Susurra.

jueves, 21 de marzo de 2013

Anónima paseante.

Camina con la fuerza y la elegancia de una pantera en la selva, única conocedora de una sabiduría manifiesta en sus gestos, en sus andares, en ese aire suficiente con el que arroja su melena cándida a los oscuros albores de un atardecer que se hace noche. 
El semáforo ante ti se pone verde, pero ella, princesa infinita del tiempo que a su antojo maneja y recrea, se limita a caminar a paso lento, delicado, perdida en la cadencia de su propio caminar mientras escribe, decadente, un mensaje en su whatsup. 
Los coches esperan, parado el tiempo en la silueta que se recorta contra el sol rojo que ya muere, y cuando al final cruza, no puedes evitar avanzar tu coche y colocarte, a su paso, junto a ella. 
Da igual que tu esposa y tu hija te miren, sorprendidas, desde el asiento trasero: A veces hay que jugarse la vida a cara o cruz y tirarlo todo por la borda. 
Por eso te pones a su altura y bajas la ventanilla. Por eso te asomas y la miras, con una sonrisa anhelante. Cuando ella, con picardía, se hace la ausente, respondiendo de soslayo con su mirada a tus ojos; sonríes como un lobo y se lo dices:
-Gilipoooooollas. 
Niñatas pijas a mí... 
Con la boca llena y muy a gusto, sintiéndote como un pequeño Dios, dejas que el motor del coche cante un ronquido de satisfacción".

¡¡¡FELIZ JUEVES!!!

viernes, 8 de marzo de 2013

Seppuku




Nunca quise hacerte daño. ¿Cómo puedo convencerte? Guardo en mi corazón todo un catálogo de sentidos del que tú, mi vida, mi diosa, has sido siempre la actriz protagonista: La imagen de los primeros días, de tu corta melena pelirroja, de tus dulces ojos verdes, huidizos, tratando de negar lo nuestro. El sabor de ese primer beso en los lavabos, asustada, de esa copa a medias cuyo contenido vibraba al ritmo de la música que atronaba en el tugurio. El olor de tu sudor excitado, de tu colonia de adolescente rebelde, del chicle que masticabas cuando, nerviosa, mirabas alrededor en busca de tus padres. El tacto de tu piel, de tus cabellos, de las medias que vestiste para mí aquella, nuestra primera vez... Todo ello, siempre tú, ha estado presente en lo más hondo de mi alma desde el día en que te conocí.
Lo nuestro nunca fue sencillo, eran otros tiempos. El amor entre mujeres se reservaba en exclusiva a las letras de Nacho Cano y a las películas para adultos. La sociedad no estaba preparada para nuestros sentimientos, mujer contra mujer, no vestíamos bikinis ni luchábamos en el barro. Tampoco nos importó: Las críticas de tus padres, las miradas altaneras de tu hermana y, sí, los comentarios ácidos de mi familia no acabaron con lo nuestro. Dos contra el mundo, rebeldes sin causa de un amor apasionado sin nombre ni etiqueta, sólo amor; nos empeñamos en no dejar que la incomprensión nos hundiera. Con el metal de sus lenguas afiladas forjamos esa escalera que, peldaño a peldaño, acabó llevándonos hasta un altar que nunca, ni en nuestros sueños más locos, creímos posible.
Fueron años duros, con sus luces y sus sombras, sus buenos momentos y sus pesadillas, plagados de despertares amorosos y de sudores fríos en la noche.
Y nunca, ni un sólo minuto, fui capaz de dejar de amarte. Por lo que eras, por lo que había sido, por lo que fuiste y por todo aquello en lo que, sin duda, llegarías a ser. Es fácil enamorar a una persona convirtiéndote en todo aquello que ésta siempre ha soñado, pero cuando consigues que una persona te ame por ser, tan sólo, como eres... Entonces ni la lluvia ni el infinito pueden extinguir su esencia.
Aunque ni siquiera ahora lo creas.
El resto ya lo sabes: nuestra boda, el nacimiento de la pequeña Helena, el funeral de tu padre... Estábamos preparadas para todo.
O casi todo.
La crisis, la maldita crisis, acabó con nuestra vida de ensueño, con nuestra casita de papel en lo alto de la colina del imposible. Un estudio de veinte metros y facturas por pagar en la encimera. Palabras agrias, malos gestos, esa luz oscura que brillaba en tus ojos apagados por el sueño y los miedos cuando me mirabas pensando que no podía verte... Y la pregunta, esa pregunta que no parabas de hacerme y que, poco a poco, sin darte cuenta, me estaba matando por dentro: “¿Aún me amas?” Respondía, siempre te respondía, pero tú hacías oídos sordos a mi respuesta y preferías escuchar a ese tiempo que por nosotras había pasado, a las arrugas que enmarcaban esos ojos verdes que día tras día se apagaban un poco más, a la flacidez de esos brazos otrora firmes, a los estragos del paso de una edad que, a pesar de tus temores, no hicieron en mí sino el quererte aún más.
Aunque seguiste sin creerlo.
Fue entonces cuando lo conocí a él. Sí, Él, yo también me sorprendí al principio. Podría decirte que fue todo una casualidad, una broma del destino, un azar... Pero no quiero mentirte. No a estas alturas: Fui yo quien entró en ese foro sabiendo dónde me metía. Fui yo la que, llevada por una desesperación infinita, buscó su nombre y preguntó por él. Y fui yo, en definitiva, quien escribió nuestro primer saludo.
Al principio pensé que sería cosa de una noche, un visto y no visto, pero él dijo que tendríamos que conocernos primero, “hacer las cosas bien, poco a poco”.
Y yo acepté.
Una cena espontánea, varias copas en el bar de moda, un café a media tarde, baile... Y mientras, yo, mintiéndote, inventando mil excusas para que no supieras encontrarme, ocultando con vaguedades el olor a alcohol de madrugada y el perfume masculino que se me pegaba a la ropa como un invitado indeseable.
Como si fueras idiota.
Ayer te escuché llorando en el baño y algo se rompió dentro de mí.
Es por eso, sólo por eso, que esta noche he vuelto a quedar con él.
Por última vez.
Iremos a cenar a un buen restaurante, ¿por qué no? Y luego tomaremos unas copas, lo ideal para preparar el ambiente. Nada como el grado exacto de alcohol en sangre para dar punto final a esta locura. Luego subiremos al coche, su coche, y buscaremos un sitio tranquilo. El puente nuevo, aún en obras, parece el lugar perfecto. Nos pondremos cómodos, hablaremos, y cuando ya esté todo dicho, por fin, lo haremos.
Cuando el coche salga despedido sobre los pilares del puente nuevo, cuando se hunda poco a poco y yo sea incapaz de abrir el cierre del cinturón de seguridad; mientras las aguas de la bahía amenazan con tragarme para siempre y él abandona el coche, tal y como hemos acordado... Pensaré en ti. En el dinero del seguro con el que, por fin, podré daros ti y a nuestra pequeña Helena todo aquello que en vida fui incapaz de ofreceros.
¿Me odiarás? Podré morir con ello. Lo que no podría, ni en sueños, es seguir viviendo así.

Rafa del Río

miércoles, 6 de marzo de 2013

Relato: Antes de que amanezca.



Todo empieza antes de que amanezca, con el ruido de tus llaves arañando el metal de la puerta. Te acercas a mí soñoliento y, sin una palabra, me miras y pintas en tu rostro macilento y sin afeitar una sonrisa que me resulta tan contagiosa como excitante. Yo, por mi parte, no puedo menos que mirarte y sentir, como una corriente eléctrica, el sabor de la anticipación apoderándose de mi cuerpo.
No son necesarias las palabras, nunca lo han sido, los dos sabemos que sólo necesito tus pasos masculinos y ese gruñido tan sexy con el que sueltas la chaqueta y el portafolios sobre tu mesa de trabajo. No pierdes la sonrisa y carraspeas, llevándote una mano nudosa y varonil a los labios. Temblorosa, trato de serenarme para que no comprendas que tú, entre todos los seres de este mundo, das auténtico sentido a mi existencia. Pero no hacen falta más engaños, pues los dos sabemos que somos lo único que tenemos, y por eso acercas tu mano a mí, y, aún callado, pasas tus dedos cálidos sobre mi cuerpo, llegando casi sin quererlo a esos botones que sólo tú conoces tan bien.
No puedo evitar tardar un poco, nerviosa, llevada por los celos de tus compañeros de trabajo y sus comentarios malintencionados acerca de la nueva, la del departamento de al lado, con su aroma a vainilla y su sofisticado traje rojo. Pero tú no me haces reproches, sino que sigues fiel a mí, y esperas, paciente, a que olvide mis miedos y me entregue por completo. Voy respirando, al fin, jadeante, sintiendo ese calor asfixiante y delicioso que sube desde mis entrañas cada mañana, antes de que amanezca, cuando posas tus manos en mí. Tú me sigues acariciando, sonriente, esperando al momento álgido en el que tus labios se acercan y, perdido ya todo el decoro, olvidados nuestros tabúes, bebes de mí como de un manantial, como si realmente fuera yo y sólo yo la fuente de toda la vida que en tu interior habita.
Es entonces cuando más disfruto, perdida en el placer de saberme tuya, caminando como en sueños por cada rasgo marcado de tu rostro atractivo y maduro. Imagino, no temo decirlo, que soy una para siempre con tu pantalón de tela, con la camisa siempre arrugada que vistes con premura en la madrugada, con esa eterna chaqueta y ese ceño ya fruncido por el duro día de trabajo que nos espera.
Por unos segundos, antes de que amanezca, me siento amada, aunque sólo sea por unos instantes. Hasta el momento en que perdida la sonrisa me abandonas, como siempre, cuando el sol ya pinta el cielo, con un gracias más imaginado que dicho. Yo, estúpida de mí, te respondo con un pitido inaudible, jadeante y vaporoso. Como esa cafetera vieja y tonta que soy y que sabe, aunque se mienta a sí misma, que antes o después acabará siendo abandonada por esa otra, la nueva, con su aroma a vainilla, su carcasa roja brillante y su café con sabor a caramelo.
Pero ya es tarde. El sol sale. Sólo me queda soñar con que mañana, una vez más, volveremos a fundirnos en un profundo trago.

Rafa del Río

martes, 5 de marzo de 2013

Nuevo relato: La abuela

Hoy he decidido que voy a volver al mundo de la escritura. No se trata de que vaya a intentarlo. No se trata de que vaya a echarlo a cara o cruz.
Ná.
Voy a volver.
Ana ya empieza a estar mayor y... qué narices, el gusanito me lo pide (no, no os hagáis imágenes raras, que ya os veo venir).
Y para inaugurar el regreso... ¿Qué mejor que un relato como este?
Espero que os guste, va dedicado a A.m.Caliani que hoy, casi sin querer, me ha devuelto las ganas por escribir algo como esto.
Espero que os guste y perdón por la desaparición... Los niños. Ya se sabe ;)



La abuela.

Sus manos acarician el pan con el toque amable de los viejos conocidos. Sin violencia, casi con mimo, las manos se mueven con firmeza sobre la masa en la justa elegancia de los que a punto estuvieron de crecer juntos. La levadura va despertando al calor amoroso de esos dedos que son para ella un hogar, y mientras las elásticas fibras trazan dibujos intrincados en las grietas de una piel ya ajada hace mucho, los pensamientos vuelan hilvanados en una nube, tal vez un enjambre, de memorias que lejos están de pensar siquiera en desaparecer.
Fue...
Sonríe pícara.
Ella fue...
Una estrella,
la primera, en el anochecer de otras ansias. Nunca faltó atento público a su blanca pantorrilla, desvergonzada pieza de porcelana nívea, mujer espléndida, coqueta... Faro de la noche a medias mostrado al alzarse, apenas un pulgar, el telón de unas faldas tupidas durante el baile sin fin de aquellas fiestas de mayo. Tampoco faltaron poetas que cantaran su sonrisa, aunque fueran de vocal analfabeta, más duchos con la azada que con la palabra, y fue vestida su mirada y su hermosura por trajes escritos a pulso o cantados de iletrada memoria en rimas que lo que perdían de enrevesado lo ganaban en sincera y honesta admiración.
Fue...
Una alegría que se pierde en añoranzas, da un toque de luz a su mirada.
Ella fue...
La luna,
la belleza inalcanzable de ese brillo de plata en una noche de verano, el camino argento que riela hasta el infinito del mar prometiendo tesoros imposibles en un guiño otrora seductor que se convierte en cómplice con el tiempo. Y con el tiempo besó la tierra, y el imposible perdió su fuerza en los brazos de ese soñador enamorado que ahora la mira impaciente, tierno galán y caradura postrado, desde la foto enmarcada en caoba y termitas. Modelo vestido de boda que la insta con su sonrisa no caduca, imperturbable, a reencontrarse de nuevo allá donde quiera que el maldito fuera cuando abandonó, por causas de fuerza mayor, no sólo el hospital sino también la familia, el mundo, y todo lo que en ellos, alguna vez, hubo a bien el habitar.
Fue...
El suspiro se hace más leve, más ligero. Alegre.
Ella fue...
Un mundo,
un mundo entero, y como la gran Gea de los haedos, a la que ella apenas conoce más que de oídas de una mitología que se pierde en la memoria, dio ella a luz a sus hijos de la mano de un tiempo que, en este mito, no amenazaba con comerlos, a no ser que fuera a besos y desde el más profundo de los amores.
La vista se nubla en una torcida sonrisa de cinismo.
No todos salieron adelante, eran otros tiempos y casi, casi, otro espacio: Unos nacieron muertos, otros cayeron al frente, con una cruz o un libro rojo, eso ya no más no importa, aunque siga doliendo en las entrañas. Pero algunos perduraron, y los que valieron araron los campos en más de un sólo sentido y viajaron, derrotando las fronteras -que entonces parecían de piedra-, de un pueblo que ya por entonces amenazaba con quedar vacío.
Fue...
Vuelve a reír, poderosa.
Ella fue...
Un pueblo,
una fuente de cultura que, aunque con el dedo y de corrido apenas leer pudiera, se convirtió en ama y sirviente de su propia casa, partera y doctora en las aflicciones de los suyos, y estratega, militar doméstica, botánica y juez mediadora, amante de ese que aún espera y dolorosa enterradora de féretros, unos ligeros al peso, otros cargados de piedras. Nunca faltó saber en sus acciones, inteligente como sólo la necesidad enseña. Convertida en leona, aunque maldita fuera si imaginar pudiera una, se enfrentó a la vida, a la tierra, al hombre y a sus propios sueños para albergar a los suyos y darles, aunque fuera, una oportunidad de entender todo aquello que ella, en su ignorancia, no fue capaz siquiera de alcanzar siquiera con las puntas de los dedos.
Fue...
Menea la cabeza, cansada.
Ella fue...
Pero ya no hay tiempo,
la masa reposada ha aumentado su tamaño, desprendiendo ese olor húmedo y casero a lluvia sobre la tierra, a hierba recién cortada, a familia reunida y dolor del alma. El horno de leña espera, ya ardoroso, expectante, para envolver en su calor al pan. Un calor mayor, quizá, pero menos amoroso que el de las manos de la anciana.
Pronto el aroma a pan recién hecho, a corteza crujiente y miga esponjosa envolverá la vieja cocina de piedra, y entonces vendrán los hijos, y los nietos, que la mirarán como a un extraño porque la abuela esta chocha, porque la abuela no rige, porque la abuela, con las cicatrices de la guerra en las espaldas y la marca de sus hijos en las entrañas, ya no entiende: es de otro tiempo y no sabe lo difíciles que son ahora las cosas.
Y ella reirá, y será feliz de verlos. Aunque cada vez sean menos, aunque cada vez tarden más en venir, la abuela sonreirá imperturbable a las peleas entre hermanos, a las miradas aburridas que le dirigen sus nietos con esos ojos separados por apenas un instante diminuto de las pantallas de sus móviles de miles de colores. Imperturbable, en fin, a los tiempos, la abuela, con sus siete hijos y sus quince nietos, con ese pequeño bisnieto que es tan reciente que ni chapurrear puede, la abuela será feliz. Porque ella es de otro tiempo y sabe lo difíciles que pueden parecer ahora las cosas.

Rafa del Río.