viernes, 2 de agosto de 2013

3º Relato: Llévame a la muerte.

Llévame a la muerte.

–Dime que me necesitas –la voz era sutil, delicada y muy sensual. Estaba perfilada en unos tonos graves pero femeninos que, lo reconozco, las primeras veces me ponían bastante cachondo.
Las primeras veces.
Tomé aire.
–Te necesito –suspiré, echándole un poco de teatro.
Ella emitió el murmullo de una sonrisa complacida.
–Estoy caliente –murmuró. Luego, pensando que tal vez el dato no fuera suficiente y yo quisiera comprobarlo, añadió–. Tócame.
–Uh... No quiero quemarme... –me salí por la tanjente.
–¡Tócame! –repitió, más alto y visiblemente enojada.
Hablaba como una prostituta barata. Una prostituta barata y cabreada. Aún así, yo no tenía opción, así que alargué mis manos hacia ella...
...Justo en el momento en que mi esposa entraba en la cocina.
Anne me miró entornando sus ojos azules y luego sonrió, curiosamente divertida:
–¿Ya estás otra vez jugando con esa?
Otros maridos habrían tenido la decencia de mostrarse perturbados, molestos, incluso contritos, palabra que nunca he entendido demasiado bien lo que significa. Yo no soy otros maridos.
Además, la culpa al fin y al cabo era de Anne.
–Hablas como si no fuera culpa tuya –protesté aferrándome a ese último pensamiento–. Y te recuerdo que esa tiene un nombre...
Desayun'o'matic 32.1TM Desarrollada por Productos Stahazzard S.L. –respondió esa, un distribuidor de alimentos del tamaño de una secadora pequeña–. La mezcla ideal de chef, cocina, cafetera profesional y refrigerador. Desayun'o'matic 32.1TM Desarrollada por Productos Stahazzard S.L. cuenta en su catálogo con más de trescientos tipos de desayuno, ochocientas variedades de infusión, doscientas dieciocho alternativas infantiles y casi quinientos tipos de café. También puedo hacer tostadas –la presentación de mi forzosa amante matutina terminó con la sintonía del anuncio televisivo–. “Desayun'o'matic, Desayun'o'matic, dulces desayunos para un día fantast'o'matic”
Productos Starhazard S.L. no invertía demasiado en publicistas de calidad.
Para cuando la cafetera terminó de cantar, Anne, con la cabeza apoyada en la pared, reía a carcajadas.
Les presento a mi esposa: Anne Encore, bromista y experta en robótica y programación de inteligencias artificiales. Desde que había estado trasteando con la maldita cafetera, hacer el desayuno se había convertido en una mezcla entre La Divina Comedia y el prólogo de una novela romántica.
–No tiene gracia –aseguré poniendo morrillos.
Anne me miró entre resuellos.
–No estoy de acuerdo –sonrió, y el sol pareció brillar en la cocina–. Además, no es culpa mía que no seas capaz de reiniciar la IA de tu novia. Sólo tienes que leerte las instrucciones.
–Las instrucciones son para pringaos –protesté–. Y no es mi novia. Por ahora sólo somos amigos.
Mi esposa volvió a reír.
–Empiezo a pensar que disfrutas con tu romance.
Me hizo sonreír, puñetera y adorable loca.
–Un hombre y un dispensador de alimentos –recité con voz grave–. Un amor separado por los prejuicios de una sociedad de carne y hueso... Mola. Algún día me fugaré con la cafetera y te arrepentirás de haberla modificado –amenacé.
Ella sonrió y se acarició la barriga. Aún no se le notaba demasiado el embarazo.
–Entonces yo me quedaré con la niña –dijo.
–Aún no sabemos si es niño o niña.
–No lo sabrás tú, cariño.
Puse los ojos en blanco. Últimamente le daban ataques de ese tipo: La mente más analítica y calculadora del país entrando en modo “sabiduría materna ancestral”, ¡Larga vida al matriarcado! Me limité a sonreír y le di un suave beso en la mejilla.
–Lo que sea. De todas formas sé que no me alejarías de la niña. Por un extraño motivo que ni tu familia ni la mía pueden comprender, me quieres demasiado para eso –le reproché mientras cogía la chaqueta y mi maletín.
Anne sonrió y me dio un fugaz beso de despedida en los labios.

El escenario del crimen era un parking abandonado bajo el sótano de un centro comercial venido a menos en la parte más jodidamente deliciosa de la ciudad. Siempre que te parezca delicioso que todos tus paseos terminen con el tacto de algo frío y peligrosamente afilado en la garganta y una voz ronca cantando el viejo clásico de “dame todo lo que lleves... Y despacito, amigo”.
El subinspector Lorca, un tipo enjuto con aspecto de haber dado a luz a toda una camada de gatitos callejeros, me miró con cara de pocos amigos. Acto seguido se giró hacia los de la científica, que rastrillaban el asfalto buscando pruebas, oro o una lumbalgia. Lo que apareciera antes.
–¿Quién ha llamado a ése? –preguntó, cabreado.
Ese, obviamente, era yo. Ed Kogan, ex-investigador privado y actual consejero de la policía en temas de prótesis robóticas y alteración de identidades cibernéticas.
Suena bien, pero la verdad no brilla tanto como parece. Como investigador privado era un fraude y pasaba más hambre que un programador basic en una convención de Macintosh. Todo el patrimonio que conseguí amasar en esa época se reducía a un montón de facturas sin pagar, deudas, y una ojeras que hacían que todo el mundo que me veía por la calle se tapara el cuello de forma instintiva.
Todo el mundo menos Anne, claro. Anne era siempre la clave de todo. Siendo sinceros, incluso mi trabajo actual como asesor era gracias a ella: la policía quería a mi esposa como consejera, pero eran incapaces de competir con el sueldo y las condiciones de contratación que Starship industries le ofrecía. Tras muchas presiones, terminaron ofreciéndome el puesto a mí con la excusa de que ya tenía experiencia en el campo de la investigación, y con la esperanza de que, cuando tuviera un caso, pediría ayuda a mi querida esposa. Acertaron, más por lo segundo que por lo primero, y me metieron en nómina.
Bien, supongo, aunque era demasiado obvio de que para ellos yo no era más que un intermediario, lo que justificaba mi necesidad de tocarle las narices a los tipos de azul cada vez que tenía oportunidad.
–¿Qué tenemos, Lorca? –pregunté, con una sonrisita irritante.
El subinspector puso los ojos en blanco.
–Echa un ojo y luego hablamos –masculló–. No toques nada... ¡Y por el amor de Dios, cuidado dónde pisas!
–Pisaré flojito para no gastar el suelo –prometí mientras me dirigía al rincón estrella, una esquina del parking en la que varios tipos de la científica y algún que otro robot con pinta de aspiradora naif realizaban su trabajo.
No soy un experto en el departamento de crímenes horribles ni tampoco soy perro viejo –échame treinta y no andarás muy lejos–, pero lo que vi no me impresionó demasiado: Siete chavales vestidos de negro, cuatro chicas y tres chicos de edades que oscilaban entre los catorce y los disecisiete años. Maquillaje moderno, spandex, botas altas con plataforma, medias de rejilla e implantes metálicos, todo ello pasado por un baño de tinta negra que resaltaba sobre la piel blanca de los muchachos. Nada nuevo, lo que uno espera encontrar en cualquier concierto de punk-goth, o de goth rock, o de lo que sea que se llame ahora. Hace mucho que dejé de tener quince años.
Los chavales estaban sentados en círculo, con las piernas cruzadas, y encorvados sobre sí mismos. 
Dormían plácidamente.
Mi primera impresión fue que estaban drogados o sumidos en algún nuevo producto psicotrópico neuronal a través de su implante neural. Luego pensé que la verdad podía ser más inocente: una partida en red y una sobrecarga en el sistema había sumido a los jugadores en un estado de semi inconsciencia. No sería la primera vez. Los implantes neurales eran seguros, pero a veces causaban accidentes. Cualquiera de las tres opciones era válida, pero sólo las dos últimas entraban en mi campo de... uh... investigación.
Me giré hacia el policía más cercano, una joven de unos veinte años armada con una papelera.
–Déjeme que adivine... ¿drogas neurales, o rol?
Lorca apareció a mi lado y me dedicó una sonrisa cínica.
–Frío, frío –me dijo.
Y con cuidado, casi con ternura, tomó a una de las muchachas por la barbilla y empujó suavemente la cabeza de la chica hacia atrás.
Ya os he dicho que no soy un experto en el departamento de crímenes horribles ni tampoco un perro viejo. Agradecí la papelera que me tendió la joven policía, que cogí con un asentimiento de cabeza. Con urgencia corrí a la esquina opuesta del parking para hacer sabio uso de la dichosa papelera. Agradecí también no haber comido demasiado en las horas anteriores.
Con el estómago vacío, algo más tranquilo, volví para enfrentarme a lo que me esperaba.
La muchacha seguía allí, no había sido una pesadilla. El trozo de fina piel que iba de la barbilla hasta el nacimiento de sus senos adolescentes era un inmenso boquete de nada absoluta a través del que podían verse las vértebras, los músculos y los tendones desgarrados.
Tuve que girar la cabeza y respirar hondo para no salir corriendo de nuevo. Lo peor no eran la herida ni la juventud de la víctima. Lo que hizo que todos los vellos de mi cuerpo se erizaran y quisieran escapar era la total, completa y absoluta falta de sangre.
Era irreal, y a la vez, atroz.
–Hemos desestimado las sospechas de drogas y partidas en red, como comprenderás –dijo Lorca a mi lado, con una sonrisa sin humor–. A la luz de los hechos, nos parecen improbables.
Tragué saliva y señalé a los chicos:
–¿Los siete...? –logré articular.
El subinspector asintió con la cabeza y tuve que volver a alejarme en compañía de mi fiel aliada, la papelera.

De camino a casa, la información del caso era como una mala canción de verano o una sintonía televisiva de esas que eres incapaz de dejar de repetir: Siete adolescentes muertos, ni gota de sangre, ningún rastro de ADN del posible –posibles asesinos, sin imágenes en las cámaras cercanas, ninguna relación entre las víctimas y, lo más gordo de todo: el informe forense provisional apuntaba a que las muertes habían resultado “placenteras”. 
¿Placenteras? 
¿Qué tiene de placentero que te arranquen la tráquea y se lleven de regalo medio cuello?
Sólo rezaba por que no se tratara de adolescentes reales, por que no fueran más que el proyecto de alguna empresa que había terminado saliendo rana. No serían los primeros androides orgánicos que terminan apareciendo en una investigación criminal...
¡Joder!
Estaba deseando llegar a casa y preguntarle a Anne si algo así era posible, a la espera de un informe más preciso del laboratorio forense. Aporreé con impaciencia el cuadro de mi viejo mustang mientras las guías imantadas pasaban a toda velocidad bajo la planta del vehículo.
Necesitaba hablar con Anne, y no me valía una videollamada.
Lamentablemente, cuando llegué a casa ella no estaba. En su lugar encontré el piso revuelto, nuestros recuerdos destrozados y una sensación de vacío que amenazó con cerrarme la garganta.
Un dispositivo sobre la mesa del recibidor desprendía un holograma en 3D en el que se adivinaba lo que parecía ser el logo de un club o de una discoteca. A su alrededor, una frase giraba, incansable: 
“Llévame a la muerte”.


Rafa del Río

jueves, 1 de agosto de 2013

2º Relato: Su reflejo en el espejo.

Su reflejo en el espejo.

La primera vez ocurrió mientras me duchaba.
No soy un tipo especialmente tímido. Es más, según algunas fuentes –no las busquen, ya están muertas, tiendo al exhibiscionismo cuando se me va la mano con el alcohol. Qué demonios. Y cuando no se me va, también. Si no estás preparado para ver según qué cosas, arráncate los malditos ojos.
No es que todo esto sea importante, tampoco nos lleva a ningún sitio. Lo que quiero decir es que no soy un mojigato.
Y a pesar de ello, cuando el tipo del espejo me habló mientras me duchaba, mi primera reacción fue la de taparme en un acto reflejo.
Tampoco es que su frase ayudara mucho:
–Vaya, parece que el agua está muy fría, Darki.
Obviamente sonreía con sorna cuando lo dijo, pero lo que me hizo reaccionar fue su voz.
Mi voz.
El tipo del espejo hablaba con mi voz, y no era eso lo único que compartíamos. Al fin y al cabo se trataba de mi reflejo, de mi maldito reflejo... O tal vez debería decir que se trataba de mi reflejo mejorado: Más alto, más guapo, más redondeado en las partes más escuálidas de mi anatomía... Y por supuesto parecía que el agua de la ducha desde la que él me hablaba estaba caliente. Mucho más caliente que la mía, al menos.
Huelga decir que el tipo del espejo me cayó como una patada en los huevos desde el momento en que nos conocimos, aunque me terminé acostumbrando a él, o mejor dicho, a hacer oídos sordos a sus comentarios. Si algo había aprendido en los últimos meses era que, si ignoraba a mi reflejo, éste acababa cansándose y desaparecía durante días.
Por eso, cuando saqué la blanca y sucia roca -parte de la herencia que me dejó el viejo- y el tipo del espejo me habló:
–¿Otro negocio?
Opté por hacer oídos sordos.
En vez de responder me dediqué a espantar a un par de cucarachas del tamaño de mi puño que pululaban por la roca. Rasqué una mínima cantidad sobre el plástico de un paquete de tabaco y la pesé a ojo tras reducirla a polvo con el tacón de mi bota.
–Muy profesional.
No respondí a la pulla, Puede que el método no fuera el mejor, pero el producto era bueno. Cogí mis cuchillos y los enfundé bajo la raída chaqueta. El cliente era de confianza pero las cosas andaban bastante revueltas en calle Letargo últimamente. Por decirlo en pocas palabras: La Coalición no veía con buenos ojos a los camellos independientes. Lo único que salvaba mi culo era que aún no habían encontrado mi alijo, lo que les obligaba a ponerse en contacto conmigo cuando tenían clientes pijos del barrio alto. Si algún día encontraban la mercancía, podía darme por muerto. Varias veces.
Una puta movida, pero nadie dijo que esto fuera fácil.
–¿Sabes que eso que vendes es veneno, no? –el tipo del espejo volvió a la carga.
Algo de eso me habían dicho, ¿y qué? Me embutí un paquete de tabaco y el mechero en el bolsillo de la chaqueta y cogí la llave que abría la gruesa puerta interior de mi cuchitril, otra parte de mi herencia.
–Además, ¿Para qué quieres el dinero? Vives en la miseria...
Esa pregunta sí merecía una respuesta.
–Quiero ganarme mis alas –repuse, enigmático.
El tipo del espejo enarcó una ceja.
–¿Ahora te crees un ángel?
Me limité a encogerme de hombros y agarré un cascote del suelo.
–Sí, el ángel de la muerte –lancé el cascote contra el espejo con todas mis fuerzas.
El cristal estalló en mil pedazos. Podía permitírmelo. Si algo sobraba en los edificios abandonados de calle Letargo eran espejos.
Mi odiado compañero me miró, multiplicado por cien desde las facetas rotas del espejo.
–Tres palabras: Control de ira.
Y soltó una carcajada ante su propia ocurrencia.

Ser un camello independiente en calle Letargo no es fácil. Apenas había llegado a los límites de Estación cuando uno de los todoterrenos de la Corporación comenzó a seguirme. No disimulaba, aunque tampoco habría podido. Cuando circulas en un mastodonte negro con más cromados que un puñetero meca de placer de Barrio Alto, el sigilo no es una opción.
No me asusté. Podían meterme dos onzas de aleación en el pecho y quitarme la mercancía, pero nadie en su sano juicio mataría a la gallina de los huevos de oro, ¿verdad? Otra cosa era que nos desvalijaran a mí y a mi cliente. No sería la primera vez.
Y eso no era bueno para el negocio.
En cuanto llegué a la esquina del viejo centro comercial me escurrí tras algo que en su momento debió ser un contenedor de basuras abandonados y desaparecí por la reja del conducto de aire.
Mi cliente me esperaba en el punto de encuentro, una gabarra anclada en un diminuto embalse bajo la vieja fábrica de conservas. Decidí sorprenderlo descolgándome tras él desde el entablado del techo.
El sorprendido fui yo.

Bajo la espesa capucha que ocultaba los rasgos de mi cliente, unos ojos fríos, inexpresivos y también bastante bonitos, me miraron con absoluta parsimonia.
–¿Darko? –preguntó la criatura con voz impersonal.
Ahogué un reniego. ¿Quién demonios envía un meca a comprar heroína?
–Tengo un mensaje para usted –añadió la androide.
No tuve tiempo de escuchar nada más. El tipo del espejo, reflejado en una mancha de aceite que flotaba sobre el agua, me hizo un gesto y señaló con la cabeza hacia el diminuto embarcadero. Extendió tres dedos de su mano derecha.
Tres atacantes, ocultos por algún tipo de dispositivo de camuflaje óptico.
Hagamos la cuenta: Tecnología punta, más clientes selectos, más una meca mensajera de las caras... Todos los factores juntos arrojaban el resultado de “asesinos entrenados”.
Joder, éste negocio lo tenía todo.
–Mierda –escupí.
Salté de la embarcación justo a tiempo. Las balas atravesaron el cuerpo metálico de la androide. El tipo del espejo y yo nos fusionábamos en un abrazo y me sumergí en las contaminadas aguas del embalse.
Volví a emerger.
Lo siguiente fue una danza de cuchillos y sangre.
Fue rápido.
No fue bonito.
Y tampoco valió de mucho. Salvo para mantenerme con vida, claro, lo que según mis conocidos tampoco es que valga mucho la pena. Los atacantes no tenían identificativos de ningún tipo. Trajes de goma, armamento comercial y dispositivos de camuflaje. No es que esperase encontrar sus tarjetas de ciudadano pero, ¡Joder! Habían sido despojados hasta de sus chips identificativos. Un simple vistazo a la reciente cicatriz que los tres lucían bajo la oreja izquierda me hizo percatarme de ello.
Cuando volví a la gabarra, el cuerpo de la androide era un amasijo de miembros desvencijados y chispas eléctricas. Lista para el desguace. Un alma cibernética para la muerte de los electrodomésticos de lujo, ningún mensaje para mí. Pero dentro del ordenador de ese cacharro tenía que haber algo. Algo que me explicara por qué cojones habían intentado matarme.
Corté amarras y apoyé la pértiga en el suelo del embalse. Conocía al informático perfecto para este trabajo. 
Y además me debía un favor.


Rafa del Río.