Dos nuevos hermanos.
El ambiente en el interior del panteón estaba demasiado cargado.
Fuera de esas cuatro paredes –de esas doce paredes,
para ser más exactos– había nubes, por supuesto que había
nubes, y un sol radiante, y brumas, tonos rosados y todo lo que uno
esperaría encontrar a varios metros sobre el invierno que azotaba el
planeta.
Pero en el panteón... En el panteón, el ambiente estaba cargado.
Décereck apagó el cigarrillo con una calma fingida, arrancó un
tintineo de hielo a su copa de brandy con un leve gesto de muñeca y
miró a sus once hermanos.
Julianne y Juna conversaban en un aparte ante el inmenso ventanal,
deliciosas en sus vaporoso vestidos veraniegos e impasibles al resto
y a los vanos intentos de August –pijo playa siempre moreno,
como lo llamaba Énerest con un poco de envidia– por llamar su
atención.
Nórverter, Fréberick y Octavio, se habían desprendido de sus
gruesos abrigos y discutían sobre el asunto con
una gravedad que, en comparación, hacía que el concilio Vaticano II
pareciera una reunión de universitarios puestos de speed y viagra.
Marthlon, Auvrïle y Mey, ajenos como siempre al devenir del mundo,
ensayaban unos pasos de baile al son de la vieja música que surgía
de una gramola comida por el paso de los siglos.
Septelia y Énerest no se separaban de Décereck. Sentados a su lado
ante dos copas de whiskey, lo miraban esperando a que hablara.
Era una jodida locura.
Pero tenía que decir algo.
Lo que fuera.
Décereck carraspeó y las miradas se volvieron hacia el hermano
menor y, todos estaban de acuerdo en eso, más sabio.
–Así que... nuevos hermanos, ¿eh?
No era una gran frase, pero era algo.
Marthlon, despreocupado y cabeza hueca como él solo, tomó el
relevo:
–Dos, para ser exactos.
Mey puso la puntilla con su voz cantarina:
–Una demostración universal del poder de la renovación y de la
fuerza creadora de unos progenitores que aún son fuertes y...
Décereck la interrumpió con un gesto rápido de su mano que hizo
que derramara unas gotas de licor sobre la mullida alfombra.
–Suficiente –exclamó– ¿Sabéis acaso quienes son su padres, a
todo esto?
Los once hermanos se miraron, sin saber muy bien qué responder.
–¿La Fuerza Creadora? –probó suerte Auvrïle.
Énerest y Septelia pusieron los ojos en blanco. Nórverter miró a
su hermana con frialdad.
–No –se limitó a decir con una voz cavernosa que convertía al
cero absoluto en un juego de hornillo para niños–. No empecemos,
por favor. Por muchas mayúsculas que le pongas no ha sido esa...
fuerza creadora que tanto adoras, Auvrïle. Tampoco han sido
las hadas, las dríadas del bosque, los ángelitos de los arroyos ni
cualquier otra gilipollez que se le pueda ocurrir a tu dulce y
completamente hueca cabecita, querida hermana –concluyó con
acritud.
La chica hizo un mohín con los labios. August, incómodo por la actitud de Nórverter, flexionó sus enormes
músculos, cubiertos a duras penas por una camiseta de tirantes y
pasó un brazo sobre los hombros de Auvrïle en gesto protector.
–No hay por qué ser groseros, hermano –gruñó
con voz masculina.
–Tampoco hay por qué ser imbéciles, hermano –respondió Nórverter.
–Basta, no quiero peleas –intercedió
Énerest–. Y menos en un momento como éste.
La tensión se relajó. Puede que
Énerest no fuera el más listo de los doce, pero seguía siendo el
mayor.
Marthlon carraspeó y retomó el hilo de la conversación:
–De acuerdo. Vamos a tener dos nuevos hermanos... ¿Y qué? Habláis
como si todo esto fuera algo malo. ¿La familia crece? Pues genial
–de repente pareció perder todo su aplomo–... ¿O no?
Décereck soltó una carcajada tan divertida como un funeral militar.
–Es bueno que la familia crezca –consintió al fin–. El motivo no lo es tanto.
Todos se volvieron a mirar al hermano menor.
–¿Por qué no? –quiso saber Fréberick, que hasta el momento
había seguido la conversación en silencio junto a Octavio.
Décereck se encendió otro cigarrillo e inhaló profundamente.
–Porque dos nuevos hermanos significan que las cosas han cambiado
–dijo con voz átona mientras exhalaba un humo azulado–. Y eso no
es bueno.
August se agitó.
–¿Me estás diciendo que nos has reunido a todos aquí, en el
panteón, para hablarnos de tu miedo a los cambios? –repuso,
indignado.
Nórverter resopló, impaciente, comprendiendo al fin lo que pasaba.
–No te pongas en evidencia, hermano: ¿Cuánto hace que no vives un
verano como los de antes, que no sientes el calor, el Calor de
verdad en tus huesos? Joder, ¡si tu bronceado huele de lejos a rayos
uva y a crema barata!
–¿¡Cómo te atreves a...!?
Décereck agitó la mano, reclamando la atención.
–Basta. Me habéis preguntado quienes son los padres de estos
nuevos hermanos –le dio un trago a su copa, propiciando una pausa
dramática–. Sus padres... Obviamente son los mismos que los
nuestros. ¿Lo entendéis ya?
Los doce miraron al suelo, como si pudieran traspasar la gruesa capa
de mármol, imaginación y nubes, que sostenía el panteón a miles
de metros sobre la tierra.
–¿Y eso quiere decir...? –musitó Auvrïle con una voz que
partió el corazón de Décereck.
–...Que vamos a tener que ir a verlos, queridísima
hermanita –suspiró el menor con una sonrisa cínica.
El ambiente en el interior del búnker estaba cargado. Puede que
varios metros por encima, sobre la corteza terrestre, hubiera nieve,
granizo, fuertes corrientes y todo lo que uno puede esperar de un
feroz invierno.
Pero en el búnker... En el búnker el ambiente estaba cargado.
El presidente de la Alianza de Países en Crisis –lo que venía a
reunir a todas las naciones de la tierra–, se levantó de la mesa
dispuesto a abandonar la reunión. Los representantes de los países
miembros de la Alianza, un grupo de militares mal recortados y peor
vestidos, cerraban sus maletines con chasquidos solitarios y caras
grises que no hacían presagiar nada bueno.
–¿Dos meses nuevos? ¿¡Dos putos meses nuevos!? –el susurro feroz del
Secretario de Naciones tomó por sorpresa al presidente– ¿De
verdad pretende que me crea que el planeta está a punto de irse al
carajo y lo único que puede ofrecernos, señor presidente, es
ampliar nuestro calendario en dos putos meses para ajustar nuestra
medida de tiempo a la nueva... “realidad orbital terrestre”?
El presidente esbozó una cordial sonrisa y se giró hacia el
secretario.
–Vuelva usted a poner en duda mi criterio públicamente y le meto
una bala en la cabeza. Puedo hacerlo. Ventajas del estado de
emergencia –dijo el hombre sin perder la sonrisa–. Además,
Ethan, ¿qué cojones quería que hiciera?
El secretario entrecerró los ojos.
–¿Permiso para hablar libremente, señor?
–Denegado –respondió el presidente.
–Voy a hacerlo igualmente.
–Lamentaré tener que matarte –suspiró el presidente de la APC, tuteándolo.
El secretario sonrió, los representantes habían terminado de
abandonar la estancia y estaban solos en el interior de la sala de
reuniones.
–Déjate de gilipolleces, Arthur. Tu mujer te mataría si supiera
que le has metido una bala en la cabeza a su hermano favorito.
Arthur Rayne, presidente de la ACP y cuñado del Secretario de
Naciones se dio por vencido.
–Vale, Ethan,tú ganas.¿Qué querías que dijera?
–No sé... Podías haber probado suerte con la verdad –apuntó el
secretario.
–La verdad... –Arthur sonrió.
Ethan dio un golpe en la mesa.
–La verdad. Sí, la verdad. Empezando con el porqué nos salimos de
órbita hace treinta años y cómo estamos cada vez más lejos del
sol.
–Así que la verdad es, para ti, una teoría... –musitó Arthur.
Su cuñado negó con la cabeza.
–Los cadáveres que encontramos en la estación Ultra son mucho más
que una teoría.
El presidente de la APC soltó una carcajada amarga.
–Así quem según tú, tenía que haberme plantado ante los representantes de
TODAS las naciones de la tierra para explicarles que, según una
sarta de tarados conspiracionistas, estamos siendo víctimas de una
maniobra alienígena que pretende convertir nuestro planeta en un
bloque de hielo apto para ser invadido por su raza –repuso,
sarcástico.
Ethan no dio muestras de captar la ironía.
–Especie –corrigió.
–Lo que sea...
–¡Maldita sea, Arthur, hemos perdido Alaska, el norte de Cánada,
y hace meses que no tenemos noticias del Norte de Europa! ¿Me dices
de los cadáveres de la estación Ultra son fruto de una teoría
conspiracionista? ¡Que te jodan! Ese sí habría sido un buen
comienzo...
–¿El qué? –bromeó Arthur– ¿Que me jodieran?
–Y que te vuelvan a joder –exhaló Ethan–. Si no reaccionamos
pronto, la especie humana está condenada. Pero tú sólo te
preocupas por añadir dos meses al calendario escolar. De coña.
Arthur sonrió.
–¿Cuánto hace que no vives un verano como los de antes, que no
sientes el calor, el Calor de verdad en tus huesos? –recitó.
–¿Qué quieres decir con eso? –quiso saber Ethan, mosqueado.
Arthur no perdió su sonrisa.
–Quiero decir, amigo mío, que subestimas a
la especie humana. Necesitamos estar unidos. Necesitamos estar de acuerdo. Y si convencemos a todas las naciones de que añadan
esos nuevos meses, tendremos dos poderosos aliados para tu lucha. Y créeme, también necesitamos eso.
Rafa del Río