<<El agente Phelps, policía de incendios, mira con dureza a Jack Kelso, investigador de la fiscalía del distrito. Hay una larga historia entre los dos, una historia que comenzó en Pearl Harbour. Ahora la tensión puede cortarse con un cuchillo. Y todo por una mujer.
Como siempre.
Estoy embebido en la historia, tanto que mis dedos son apenas un apéndice de mi cerebro, fundido mi ser con el mando como si realmente estuviera ahí, a punto de sacar mi arma y hacer una detención más.
Pero el momento se difumina.
Eva sale del baño y me mira con el rostro lloroso. El juego pasa a un segundo plano, o quizá a un décimo cuarto, olvidada la pantalla como si nunca hubiera existido.
Sólo son dos palabras.
–He manchado.
En mi cabeza suenan como si fueran una historia completa, una historia larga e interminable dividida en fascículos. Antes de que me dé cuenta estamos en un taxi, corriendo hacia el ala de urgencias del hospital en una carrera que empezó hace seis semanas y media. Una carrera que ahora amenaza con terminar antes de tiempo.
Duele.
Los labios están resecos y se niegan a hablar, así que son las manos las que con palabras mudas y apretones cariñosos tratan de comunicarse.
Ánimo.
Un guiño, una sonrisa tímida, un apretón. La garganta duele demasiado como para tragar saliva y el corazón late a toda mecha, acelerado, encogido, sumiso y sumido entre tinieblas... Yo, que me río de la muerte, que me enfrento a lo imposible, que jamás he temblado por nada.
Yo... Estoy acojonado. Como nunca lo he estado. Como nunca pensé que podría estarlo.
Aunque por fuera lo oculto: Soy un incendio de serenidad, una tormenta de calma, una explosión de tranquilidad absoluta...
Llegamos al hospital. El papeleo se me hace insufrible pero Eva sonríe -sólo con los labios, por supuesto-, mientras saluda a antiguos compañeros y viejos amigos, infundiéndome paciencia con una mirada muda particularmente locuaz. Pasamos a la sala de espera pero nos quedamos en el pasillo. Ajenos. Distantes, incapaces de convertir en palabras los pensamientos que corren a mil por hora por nuestra cabeza, con una calma ilógica, absurda, superficial y embustera. Me siento como si acabara de fumarme dos gramos de viuda blanca cristalizada con magic flowers seed de regalo: Separado de mí mismo, lejano, como si no fuera más que un espectador situado detrás de mi cogote, observando cada átomo de realidad de esta película particularmente intensa pero que me resulta increíble por su obscena sencillez.
La realidad tiene un nitidez imposible, brillante, como de fuera de este mundo: la rueda del carro de lavandería, el marco del letrero de la consulta, las soldaduras deficientes de la pesada puerta corredera del ala de reanimación... Todo brilla con una calidez insoportable, definidos sus contornos como si estuvieran digitalizados por el ordenador más potente del mundo. Las voces de los enfermeros no son más que ecos ininteligibles. Un amigo se acerca y nos da un abrazo ¿Antonio? Es posible, el pijama es verde. Sé que digo unas palabras, Eva también, aunque ni idea de lo que hablamos. Ahora entiendo a Pratchett, "la muerte no era etérea, sino sólida, mucho más que el mundo que le rodeaba; pues es el Disco, y no ella, el que es un sueño".
Un yonki se acerca y nos pide un cigarro. Vaya mi nominación al lumbreras que puso psiquiatría junto al ala de gine. Me niego. Hoy no fumo. Eva tampoco, y esto es cierto desde hace ya dos meses. El yonqui mira el bulto del paquete de fortuna XL en mi bolsillo y alguien lo mira a él desde detrás de mis ojos. No sé quién mira pero es brutal y está enloquecido. El pobre muchacho da dos pasos atrás, asustado. En algún momento de mi vida habría sido una experiencia interesante.
Este no es ese momento.
Una chica entra en el pasillo. La traen tumbada en una camilla, llega llorando. Apenas tiene quince años pero lleva los antebrazos vendados. Trago saliva.
Duele.
Los paseos de los enfermeros se nos hacen interminables. Nueve y media de la noche, hora de cena y relevos. Diez menos cuarto. Diez. Y uno. Y dos. Y cinco. Y diez. Y cuarto. Y media. Once...
Una rabia en llamas se apodera poco a poco de mí. Ellos hacen su trabajo tomándose sus pausas, tratando de aguantar su día a día, metidos hasta la cintura en las miserias humanas, sin que la tensión les obligue a mandar todo a tomar por culo y pegarse un tiro en la boca cuando menos te lo esperas. Lo sé, he convivido con eso, pero hoy mi paciencia y mi comprensión se han ido juntas de vacaciones para no volver en un tiempo. Eva me aprieta la mano, sabe mejor que nadie cómo funcionan las cosas, hasta hace poco ella estaba aquí, con su bata y su fonendo, tratando de superar la presión sin mandarlo a todo y a mí a tomar por culo.
Respiro profundamente...
Se escucha una voz:
-¿Eva?
Ella entra en la consulta y yo elevo la mirada al techo. Siempre he pensado que rezar es de hipócritas, que no debemos decirle a Dios cómo debe hacer las cosas, pero hoy elevo una plegaria a los cielos.
Por favor...
Soy consciente de los pijamas que pasan a mi lado intentando no verme, del vigilante que me observa desde la ventana del pasillo, del yonqui que ha conseguido un cigarrillo y vuelve del baño apestando a adrenalina y tabaco. Y me da igual ese escenario de sueño perdido, porque en verdad estoy solo. La enfermera sale de la consulta tras una eternidad que ha durado siglos en apenas unos minutos y tira algo al contenedor biológico. Se me estruja el alma y, como no necesito ser fuerte, se me escapan dos lágrimas delante de los viejos compañeros de juerga sin que ninguno, benditos sean, venga a avergonzarme.
Dicen que en los momentos de estress la mirada se vuelve vacía y el mundo pierde su color en un laberinto de blancos y negros, es después, el recuerdo, el que pinta de color la escena. Si esto es cierto, mi visión es ahora la de un perro. Un perro errático y sin dueño.
El llanto silencioso dura poco, apenas un suspiro. Entra una nueva camilla en el pasillo, la muchacha, veinticinco o veintiséis, tiene el rostro amoratado, los brazos lánguido y la cara llorosa. Está de treinta semanas y alguien, me arde el pecho al escucharla, le ha pegado en la barriga.
¿Quién?
No se acuerda...
Y ahora sí, lloro en serio. En silencio y sin lágrimas pero con el corazón roto, partido por la desgracia propia y por la de ese bastardo hijodeputa capaz de acabar con su propia vida a golpes con quien más le quieren. Inútil descerebrado e incapaz, pasto del fuego en el mejor de los casos. Cabrón. Por segunda ven en esa tarde, por segunda vez en años, vuelvo a rezar.
Quiero verle entrar en el pasillo, quiero que se acerque a ella, quiero tenerle a tiro y destrozarlo.
Los vigilantes han debido pensar lo mismo, pues han formado un cordón en la puerta a la espera de que llegue la pasma. La chiquilla de psiquiatría llora. El yonqui se ha dormido a mi lado. La mujer de la camilla está tan rota que no puede ni gemir. los enfermeros hablan de fútbol mientras esperan para entrar en acción, tratando de aguantar la crisis de la mejor forma posible sin reventar.
Pero ya no hay tiempo para eso. Eva sale de la consulta y me abraza.
Sólo son cuatro palabras pero para mí son la historia del mundo.
–Le late el corazón.
Y ahora río. Con lágrimas y entre sollozos, porque ya no necesito ser fuerte, río. Quiero darle mi tabaco al yonqui, quiero abrazar a la niña, quiero ser apoyo para esa madre maltratada, pero ya estamos en la calle y alguien se ha encendido un pitillo. Todo apunta a que he sido yo. Intento buscar a ese cínico inaguantable, a ese maestro del nihilismo que vive siempre en mi cabeza, pero la puerta de su despacho está cerrada y dentro se escuchan ruidos de fiesta. Y como no está y parece estar pasándolo bien, aprovecho para ver la primera foto de esa pequeña gambita, de ese enanito que sin ser ya gatea por nuestras vidas convirtiéndonos en meros extras de su protagonismo absoluto. Seguro que si viera la eco cierto gerente de supermercado diría que es un langostino. Y de los enormes. Risa floja...
Son las once y media de la noche, aunque lo mismo podrían ser las doce o las tres de la madrugada. La ciudad duerme, el cielo está oscuro. Allí, a lo lejos, las nubes espesas se iluminan al ritmo de los relámpagos de una tormenta eléctrica. Cruzamos una zona de campo a oscuras mientras Eva habla con sus padres. Yo le abro camino. Señor Livingstone, supongo... Las telarañas se enredan en mis brazos, las amapolas acarician mis pies en chanclas, los murciélagos chillan en lo alto, cazadores silenciosos de esos mosquitos que tanto joden, y a lo lejos sigue estallando la tormenta, como un aviso, como un guiño, como un "tranquilo, majete, ten fe".
Yo sonrío como un idiota y fumo un cigarrillo tras otro mientras Eva, la gambita y yo, volvemos a casa.
...
Gracias.
Y este ha sido tan sólo el primer susto...>>
Pues sí, esto significa... lo que significa: que Eva y yo somos padres y, si Dios quiere, el veinte de enero de 2o12 tendremos a una pequeña gambita (o gambito, pero no el de los X-Men, eh? Hellen?) correteando por casa y volviéndonos locos para el resto de nuestra vida.
¿No es precioso? Y este sólo ha sido el primer sustito, la primera broma de las muchas que nos tiene guardadas el pequeño mamoncete o la pequeña bribona...
Espero que comprendáis por qué he estado tan sensible últimamente, y es que tengo las hormonas disparás... ¿o esa era Eva? Sea como sea, gracias por haber llegado hasta aquí ^___^.
Frase el día:
"Desconocemos el amor de los padres hasta que tenemos a nuestro propio hijo".
Henry Ward Beecher.