miércoles, 6 de abril de 2011

El día número 13.



Día uno.

Salimos en hilera por la puerta principal, cantando canciones de guerra y decididos a vencer. La moral está alta entre las tropas y nadie parece recordar que estamos inmersos en una guerra. Aquí y allí veo jóvenes reclutas que, presas de la excitación, intercambian historias del hogar y enseñan aquellos recuerdos que han decidido llevarse al frente. Son apenas unos muchachos pero a mis ojos de ingeniero se aparecen temibles con sus armas a punto y sus cuerpos afilados tras el periodo de instrucción. Uno de ellos capta mi mirada y dice algo que no logro entender por la distancia. Sea lo que sea logra arrancar una carcajada general de su grupo. Avergonzado, me escondo tras el sargento de mi escuadrón, que menea la cabeza, como con tristeza, ante el optimismo de los novatos.
Mi compañía marcha a buen paso, animados por la cantinela bélica que masculla el sargento. La mitad de nosotros, ingenieros y transportistas, no nos sabemos la letra, pero hacemos lo posible por mezclar nuestras voces con las de los soldados, todos ellos veteranos de guerra, que canturrean con gravedad, conscientes de la realidad a la que estamos a punto de enfrentarnos.

Día dos.

Ayer por la noche nos separamos del resto del ejército siguiendo a una partida de exploradores. Hemos pasado las últimas horas recogiendo un cargamento de alimentos. El miedo a que aparezca el enemigo nos ha llevado a trabajar en silencio y con rapidez. Ahora tengo el cuerpo molido pero no hay tiempo para el descanso. El sargento nos reúne y nombra a dos transportistas y a un ingeniero como encargados de establecer las rutas para llevar la comida al hogar. Hijos de puta afortunados... ellos dormirán caliente esta noche.
Al resto nos espera una nueva jornada de marcha y un duro día de camino para alcanzar a nuestro regimiento. Algunos aprovechan para entregarle mensajes a los que regresan. Otros, como yo, preferimos mirar a otro sitio para que la envidia no se haga patente en nuestros ojos.

Día cuatro.

Alcanzamos al regimiento al anochecer. Tal vez habría sido mejor no haberlo alcanzado nunca. Durante todo el día estuvimos cruzándonos con partidas de sanitarios que llevaban heridos de regreso. Las comunicaciones eran desesperadas y las noticias, terribles: El enemigo había aparecido llevando a cabo su primera ofensiva. No obstante, nada podía habernos preparado para lo que encontramos allí.
Un reguero de cadáveres sembraba la tierra. Se escuchaban, estridentes, los gritos de socorro, y de vez en cuando un estallido seco, como un disparo, anunciaba que alguien había tenido que acabar con la vida de su compañero. Pasamos la noche y el día siguiente a la espera de instrucciones del alto mando.
Éstas llegan finalmente al atardecer, y son tan claras como sucintas: Continuad.


Día seis.

Continuamos nuestra marcha. De vez en cuando una partida de exploradores advierte de la aparición de algún cargamento y, poco a poco, nuestra compañía se reduce. La comida es cada vez más escasa y las horas de sueño, insuficientes. Todos caminamos a duras penas, como cadáveres animados, tratando de no hablar entre nosotros para no sucumbir a la histeria. Por si esto fuera poco, las noticias de ataques son cada vez más insistentes. Ayer interceptaron un convoy de comidas que se dirigía a casa y masacraron a sus ocupantes. Nadie ha sabido decirnos si se trataba de alguno de los nuestros, aunque algo me dice que es así.
Pasamos los días caminando sin cesar, mirando hacia arriba con miedo de que el enemigo aparezca, rezando a nuestros dioses por volver a casa sanos y salvos.

Día siete.

El enemigo ha vuelto a aparecer. Pasamos la noche desperdigados por el yermo y al amanecer hemos sido localizados. Había oído hablar del gas, pero lo que ha sucedido hoy... ha sido una locura.
Todo empezó con un golpe seco, como de tambores. La tiembla tembló a nuestro alrededor, y unos botes gigantescos aparecieron flotando en el espacio a una altura inimaginable. Alguién tocó a retirada y justo en ese momento, con un siseo mortal, el gas salió despedido en densas ráfagas que caían sobre nosotros como la bruma de la mañana.
He visto a miles de mis compañeros sucumbir con los pulmones ardiendo y los cuerpos calcinados, rogando la muerte y llorando, como niños abandonados, ante la atrocidad de las armas químicas.
Afortunadamente el ataque ha sido tan letal como fugaz. En cuento la columna se ha desbaratado el enemigo ha cesado su ataque, tal vez convencido de haber ganado la guerra, tal vez obligado por la necesidad a recargar sus depósitos. Muchos nos hemos salvado, pero mire a donde mire veo dolor, preocupación, locura... Tengo la certeza de que ninguno de nosotros volverá a ser el mismo. Nunca más.

Día diez.

¿Cuánto va a durar esta guerra? El enemigo continúa apareciendo a oleadas cuando menos lo esperamos, dejando caer sobre nosotros su carga mortal de veneno y fuego. Incapacitados como estamos para contraatacar o defendernos, sólo podemos huir y escondernos en los pocos refugios que ofrece el páramo, a la espera de que gasten sus armas y tengan que volver a repostar.
El sargento se siente frustrado ante nuestra impotencia. Hace ya varios días que envió un informe al alto mando diciéndoles que era inútil continuar esta guerra, pero no ha habido respuesta. Aquí y allí empiezan a oírse rumores de que, en contra de todo convenio, la población civil y la reina están siendo atacadas. El silencio absoluto de las comunicaciones no ayuda. Sólo nos queda continuar.

Día once.

La comida se ha agotado y el hambre lleva a algunos a perder la cabeza. Ayer un convoy fue asaltado por nuestros propios soldados. Hoy un transportista ha sido ejecutado ante mis propios ojos, acusado de no haber ayudado a un herido para alimentarse de él. Esto es la guerra, la fría verdad que se esconde detrás de los cantos y las hazañas.
Hemos desayunado amargura por nuestros hermanos caídos y gas por cortesía de nuestro enemigo.
A mediodía se ha roto al fín el silencio de comunicaciones.
Ya es oficial: El hogar está siendo atacado.

Día trece.

El enemigo lleva dos días sin aparecer. Apenas queda nadie en la compañía y el resto del regimiento camina abatido, sin rumbo, sediento. Algunos desertan o se suicidan ante las miradas de sus superiores sin que estos encuentren fuerzas para censurar sus actos, otros pelean entre ellos, seguramente buscando una muerte audaz en una guerra que nos ha convertido en poco más que dianas de prácticas.
La comunicación llega al medio día, y nadie se sorprende. Ni siquiera es necesario escuchar el mensaje, pues está tan claro como el agua. Sin embargo la mensajera ha llegado hasta allí y se lo debemos, aunque sólo sea por su abdomen abultado, por su pata rota, por el ojo izquierdo reventado, por la pinza de su boca magullada... Una tras otra, chocamos las antenas con esa heroína que ha alcanzado a nuestro ejército, y una tras otra recibimos el mensaje, tan predecible como atroz:
El hormiguero ha sido destruido. La reina ha muerto.
Sólo nos queda dejarnos morir.

(c) Rafa del Río 2o11

1 comentario:

  1. ¡Oh! No me esperaba el final, me ha cogido por sorpresa. Me ha gustado. De todas maneras ya hablaremos con calma.
    Besos

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