lunes, 28 de marzo de 2011

Mis Relatos: Reloj de Pared

Este relato fue publicado, junto a otros nueve en el libro Uno entre un millón, del que encontraréis más datos en la sección Libros Publicados. Fue mi primer relato costumbrista y, aunque puede ser un poco lento en ocasiones, es esa la lentitud que trata de retratar una tarde de verano en una barriada cualquiera. La aparición posterior del anciano y el diálogo que lleva a cabo con una sombra misteriosa terminan haciéndose con la fuerza del relato, que no intenta ser más que un nuevo punto de vista a la vejez, los días pasados y el futuro incierto. 
Espero que os guste.

Reloj de Pared. 



Marcas baratas de frigoríficos que reinan en un mundo de azulejos blancos y mediocres con sus blancas puertas manchadas de tomate y crema de verduras, de caldo y gazpacho andaluz, campo cultivado para toda una población de imanes de yogures, pastilla de caldo y bollería industrial. Y las notas, los ineludibles post-it, con las evaluaciones de Juanito, la hora de la peluquería o el “Federico, recoge tú a la niña que he ido a visitar a mi madre”. Hogares de siempre en los que el aroma que perdura no es el de la moda de la preocupación por las grasas, sino el de la oferta y el 2x1; el ajo, el perejil y el tomate; la pechuga de pollo a la plancha, el chorizo de matanza, el huevo frito y las patatas. Cocinas en las que unas manos comidas por la lejía y el honesto trabajo casero ensayan una melodía de vasos de duralex y platos de diario, cubiertos de baratillo que arrancan sus notas de orquesta al golpear en las mágicas entrañas de un lavavajillas que no luce en su puerta el logotipo de moda, sino el imán oxidado con el teléfono del seguro de electrodomésticos.
Por sus puertas blancas y manchadas por el tiempo, con la vidriera esmerilada y la media luna de cristal manteniéndola abierta para combatir el viento de levante, penetran las notas finales de la sintonía del telediario. Y luego dibujitos, el magacín o la serie de moda de este verano, tontas imágenes de una caja tonta que no consiguen arrastrar en su juego a los más pequeños de la casa.
A pesar de la satisfacción de la buena comida, del calor de la tarde estival, pronto llegan los tranquilos juegos de sobremesa, las advertencias del “no hagáis ruido, que papá está durmiendo la siesta” y los deseos del mañana: la promesa de la playa, la piscina o el parque acuático. Las horas en el patio, cuando “llegue la fresquita”, jugando al coger, al contra, al escondite...

Cuatro de la tarde. Tinto con casera y marisquito. Tranquilo verano en un patio de vecinos, rodeados por descomunales bloques de viviendas vestidas de rojos ladrillos. Bañadores y camisetas, calzoncillos y toallas, prendas de ropa reconvertidas en banderines de mil y un colores que saludan desde los tendederos a las afueras de la ciudad, a los solares abandonados y las grúas que, en el horizonte, construyen hoteles y urbanizaciones de lujo a golpe de promoción y grandes campañas.
Y la banda sonora de este mundo a kilómetros del tiempo. Melodías televisivas que, a volumen exagerado, escapan por las ventanas abiertas que buscan refrescar la tarde, rebotando una y mil veces en las paredes del patio y mezclándose entre ellas, jugando como peces de un lago cristalino, juntas y separadas, retándose a carreras y llegando, finalmente, ante la pequeña ventana de un tercero. Una puerta abierta a la curiosidad, al querer ver qué se cuece. Un rápido vistazo, el sonido atraído por la voz de un anciano reloj de pared que da las horas, inmune a las modas y al tiempo, sobre ese papel de pared descolorido y viejo, mezcla del oro, el rojo y la plata verde en formas romboides que se repiten en un cansino patrón de continuidad.

***
El interior del pequeño saloncito es fresco y confortable, invadido por los olores de la naftalina, los caramelos de menta, el café y los ducados rancios. Las numerosas estanterías parecen un reto al tiempo, con sus estantes abarrotados de objetos de una y mil épocas: figuras de madera, piedra, granito y jade; fotos de viajes, en blanco y negro, pintadas y a color; cajitas, cofres, utensilios extraños de extraña procedencia y, por supuesto, libros. Cientos de libro del techo al suelo, con títulos de fantasía, historia, amor, ciencia ficción, geografía, terror, poesía... Las paredes están cubiertas por trapos, paños y tapetes. Punto de cruz, encaje de bolillos y mosaico combatiendo por su espacio con platos de porcelana y barro cocido, escritos con leyendas y motivos de sus lugares de procedencia.
Todo el salón desprende un solo aroma, más allá de la menta, el café y el tabaco: la esencia que surge del vivir una vida larga y plena. Sobre una mesa, ajena al tic-tac del tiempo que canta el reloj de pared, descansan las únicas concesiones al presente: un pequeño televisor sin marca conocida, oferta de un gran almacén, que emite ese pitido silencioso del aparato que acaba de apagarse. Junto a ella un ordenador portátil, con la intermitente luz de carga de baterías lanzando su invitador mensaje.
Enfrente, tras una mesa estufa cubierta por un tapete de patch work, calentito y confortable, descansa un anciano en una vieja butaca de orejas. Sepultado entre cojines de tapicerías exóticas cuyo color hace ya años que ha robado el sol, bebe un carajillo de una desportillada taza de porcelana blanca y filigranas azules que la lejía y la cal han transformado en una leve sombra. Zapatillas de paño, de ineludibles cuadros marrones y grises, camisa de pijama celeste, camiseta interior de tirantes y pantalón de tela verdoso: uniforme de jubilado que ya roza los noventa.

La luz de la tarde, que por la ventana entra, sume una esquina en la oscuridad de las sombras al contraste con la luz fuerte, con las motas de polvo y algún que otro pelo de gato danzando a su libre antojo en el aire, sobre los rayos de sol. El anciano mira a las sombras y, llevándose la taza a los labios, da un trago corto, aspirando por sus viejas fosas nasales el aroma del buen cognac.
––Entonces, ¿Qué será? ¿El corazón? Claro que sí, a estas alturas... ¿Qué si no?
Deposita la taza en la mesa, con la mano temblorosa, y mira al techo.
––Aunque claro, estando las cosas como están, también podría entrar un ladrón y matarme, o estallar una bombona de butano. Incluso una bomba... ¡Qué tiempos!
La sombra de la esquina oscila. El anciano vuelve a coger la taza pero no se la lleva a los labios, sino que la deja reposar entre sus manos.
––Este es el mundo que nos toca legar a nuestros nietos. ––Suspira––. Un planeta que agoniza, que muere de hambre y sed mientras una cuarta parte de la gente observa impasible lo que sucede a través de internet. Bombardeos, guerras, asesinatos, desastres, sufrimiento, dolor...
Un nuevo meneo de cabeza, tembloroso, acompaña el tic-tac inmutable, el único ritmo de la habitación, su única cantinela.
––Me gustaría decir que antes era todo diferente, que en mis tiempos las cosas no eran igual, que la gente se amaba y todo era respeto... ¡Ja! ¿A quién quiero engañar? Muerte, dolor, sufrimiento... A veces parecen ser las únicas cualidades del ser humano. Los tiempos han cambiado, sí. La juventud ha truncado sus viejos ideales en pro de los héroes modernos de los programas de la tarde: la fulana que se la fela al famoso, el inútil que dirige un programa gracias a sus turbios negocios con la cocaína, publicidad, masificación, drogas... Los niños se han convertido en un público al que explotar, una vía directa por la que exprimir el dinero de sus padres enviando real-tono al 5577, fulanilla al 4343 o comprando pastillas asesinas en una discoteca para menores que abre a las tres de la tarde.
Un nuevo sorbo.
––Pero en el fondo, aunque ahora nos vayamos al carajo más que antes, la humanidad siempre ha sido igual, siempre ha llevado en sus genes la semilla de la propia destrucción y la de sus semejantes.
El anciano se levanta y mira por la ventana, al patio. Tras el cristal, el ritmo del reloj se ahoga. Se perciben las canciones de la tele y, entre las casas, allí abajo, los primeros niños en bajar ya están jugando al fútbol. Chiquillos que vuelven de la piscina pública acompañados por sus amigos, madres y hermanos. Entre risas, entre juegos.
El viejo sonríe.
––Y sin embargo viéndolos ahí, jugando, uno podría volver a tener fe en el futuro. ¿Qué son para ellos la destrucción y la muerte? Tan sólo un elemento más de sus videojuegos. Sin ánimo de ofender. ––Añade girándose y sonriendo a la esquina en sombras.
La sombra le devuelve la sonrisa. Hasta donde pudiera recordar, siempre sonreía.
––Ah, no me hagas mucho caso... Todo esto no son más que los desvaríos de un viejo que siente cerca a la Parca ––Se lleva una mano a la mejilla––. Ahora que lo pienso...
Con andares lentos se dirige a una de las estanterías, coge un cofrecillo de madera con escarabajos de lapislázuli e intenta desbloquear el cierre metálico con dedos artrósicos.
––Egipto ––Informa––. Uno de los sitios más impresionantes de mi juventud. A pesar de ser uno de los puntos turísticos más visitados del planeta es, a la vez, una de las naciones con mayor índice de pobreza del mundo. Niños que lloran por un simple bolígrafo, un cuaderno, o una camiseta. Muerte, miseria, enfermedad... indignante.
Consigue al fin abrir el cierre de la cajita.
––Y mientras, multitudes de ricos occidentales arracimándose en las viejas pirámides, desprovistas ya de sus mortales trampas y sus hongos malditos... Irónico. ¿No crees?.
Saca un paquete de Ducados del interior del cofre y coloca un pitillo en sus labios temblorosos.
––Sé que no debería ––señala el cigarrillo––, pero a estas alturas... ––Guiña un ojo a las sombras–– No creo que importe, ¿verdad? -
Se ríe con una risa seca que en seguida se transforma en un ataque de tos. Con los labios firmemente apretados para evitar que se le caiga el cigarrillo se palmea los bolsillos del pijama con gesto distraído en la eterna danza del fumador que busca fuego, oteando a su alrededor, pasando la vista sobre las diferentes superficies de los muebles del salón.
Finalmente se dirige a la cocina, no sin antes depositar el cofrecillo en su sitio, y cruza un pasillo en el que los protagonistas de fotos antiguas le dedican sus miradas del pasado.

La cocina es una pequeña habitación vestida de azulejos descascarillados y suelo de mármol. Pocos muebles y menos electrodomésticos aún, apestando dulcemente con el olor del aceite quemado y los ramilletes de perejil, del ajo picado y los productos de matanza: chorizo, morcilla, salchichón... En la encimera, junto a los tres viejos fogones, descansan las cerillas y un ejército de fiambreras con etiquetas pegadas con fiso.
––Elena, mi dulce Elena... ––el anciano suspira acariciando una de las fiambreras. La sombra lo ha seguido hasta un nuevo rincón de la estancia al que el sol no puede llegar––. Viene varias veces en semana y me prepara la comida, se preocupa por mí, me llama... ¡Qué razón tenía quien dijo que los hijos son el mayor tesoro!
Se apoya contra la pequeña nevera, cubierta de dibujos de sus nietos, y trata de encender una de las cerillas, raspando su cabeza incendiaria contra la lija de la caja.
Un intento.
Dos.
Tres.
...
Finalmente un chisporroteo, y el olor a azufre invade sus fosas nasales.
––Azufre ––gime aspirando la boquilla del cigarrillo para encender la punta. Dos, tres caladas, y expulsa el humo lentamente, paladeándolo––. Espero que no sea una premonición.
Le guiña un ojo a la sombra pero ésta no responde. El anciano se encoge de hombros y se guarda las cerillas en el bolsillo del pijama. Trastea un poco en la cocina y llena una nueva taza de café, olvidando la que descansa, ya casi vacía, en el salón.
––Te ofrecería, pero... Ya sabes... ––Verte unas gotas de una botella antigua de cognac que reposa en la encimera e introduce el brebaje en un pequeño microondas.
––Menudo invento el aparatito este... Reconozco que al principio no me hizo gracia el regalo, ¿por qué no utilizar el gas, si hasta ahora me ha funcionado tan bien? ––se ríe–– Ahora que te veo tan cerca lo entiendo. Sería un peligro marcharme y dejar la bombona abierta... ¿verdad? Una despedida de lujo, una marcha entre fuegos artificiales. Vino, vio y se marchó... dejando un cráter en su huida de éste cruel mundo ––vuelve a reír––. No, no es mi estilo. No es así como me gustaría irme, siempre he preferido las retiradas discretas y las puertas traseras.
El microondas emite sus tres pitidos cortos y una mano surcada de arrugas rescata la taza derramando unas gotas de café en el trayecto.

A un lado de la cocina, junto al fregadero, hay una mesa de mármol con una destartalada silla metálica. El anciano se sienta bajo los pocos rayos de sol que penetran la penumbra a través de la persiana entrecerrada, con el cigarrillo en los labios despidiendo volutas de humo azulado y el cenicero de piedra de uno de sus innumerables viajes, simulando la pezuña de un diminuto elefante. Se lleva la taza a los labios al tiempo que una gatita blanca con un diminuto mechón gris en la frente salta sobre su regazo. Rasca ensimismado entre las orejas al pequeño animal.
––Una vez leí una historia... tal vez fuera un cuento que me narraron de pequeño, no estoy seguro. Trataba de un joven campesino que contraía unas fiebres y se ponía muy enfermo. La muerte iba a visitarlo para arrebatar su alma y llevarla al reino de los muertos, pero el joven, gracias a su ingenio, conseguía engañar la muerte y convencerla de que se llevara consigo el alma de su gato en vez de la suya propia.
La sombra oscila. El anciano sigue rascando entre las orejas a la gatita y le levant el rostro con la yema del dedo para mirarla a los ojos. Se ríe con la risa cascada que acaba entre ecos de tos.
––Menuda estupidez, ¿verdad? Yo ya he vivido cuanto tenía que vivir, y ella apenas tiene unos meses... Dejemos que viva la vida que el destino le depara. Lo contrario sería cruel, ¿no crees?
La sombra sonríe. Sí, siempre sonríe, pero a veces lo hace con más ganas que otras.
El cigarrillo se extingue, muriendo en el interior del cenicero. Un nuevo chisporroteo da vida al siguiente pitillo, que crepita con suavidad ante la primera calada entusiasta del fumador convencido. El gato salta del regazo y corre hacia un nuevo juego. Una sombra que se mueve en el pasillo, un pequeño insecto que corretea bajo la encimera, un moscardón que trata de escapar a través de la invisible pared del cristal de la ventana.
El anciano suspiró.
––Hace frío en esta cocina.
Su figura se oculta en el humo azul del cigarrillo tras una nueva calada. Sus ojos cansados, levemente opacos por las cataratas, se fijan en la luz que entra a hurtadillas a través de la persiana.
––Antes los veranos eran más radiantes, el sol brillaba con más fuerza y hacía calor. Calor de verdad, en mayúsculas. Con los años el calor ha ido cambiando. Bueno, no exactamente. Sé que los que han cambiado han sido mis huesos. Sea como sea, ahora sólo noto el calor como humedad, como sudor... pero dentro de mí sigue perenne el frío.
Mira las volutas de humo ascendiendo silenciosas hasta el techo otrora blanco, ahora amarillento por culpa del aceite y los guisos.
––¿Es este frío que sentimos al envejecer un eco de la sensación que nos recuerda que dentro de poco no seremos más que gélidos cadáveres en nuestras tumbas?
Da una última calada al pitillo, aspirando en sus pulmones el cálido beso del tabaco. El tiempo no es más que una sonata incansable que transcurre una y otra vez con exhasperante lentitud, un aire denso, de segunda mano, que pugna por no ser respirado.
––Dime ¿hay algo después de ti?
Pero la sombra se ha marchado.
El viejo estruja el cigarro contra el cenicero, aplastando las brasas con gesto distraído, y dirige sus andares temblorosos al salón.

Estática en el pasillo, la sombra oscila ante una de las muchas fotos que adornan la pared. En ella, una hermosa joven de largos cabellos rubios sostiene a un pequeño bebé en los brazos. De fondo se ve un paisaje nevado.
––Mi mujer ––reza el anciano–– Y Elena, nuestra hija. La foto... No recuerdo dónde se tomó. Creo que en los Pirineos, tal vez Sierra nevada. Hace demasiado tiempo...
Miró la foto junto a la sombra. Una mano distraída saca un cigarrillo y juguetea con él.
––Se fue muy pronto. Demasiado joven, tan sólo sesenta años ––sonríe sin humor––. No sé por qué te lo cuento ––da una calada al cigarrillo apagado. Descuelga la foto y la mira de cerca, a través del turbio velo de su vista enferma––, a fin de cuentas tú estabas allí.
La sombra oscila.
––Oíste mis gritos de dolor, mis blasfemias. Escuchaste mi llanto, mi odio...
El estallido desaparece como si nunca hubiera existido. El anciano menea la cabeza y vuelve al salón. A su paso las imágenes del pasado se suceden como clips en una película: la película de una vida que es contada hacia atrás. Llega a su butaca y se sienta, con el cigarrillo apagado colgando de los labios firmemente apretados, la sonrisa extinguida en gesto de concentración, la mirada perdida, las manos rodeando la taza que otrora se dejara olvidada sobre la mesa estufa. Fría. Con la cantinela del tic tac ocupando los silencios. Reinando en la escena. Tiempo vacío. Tiempo eterno y fatalista.
Una voz rompe el silencio. Es la suya.
––Tengo dudas al querer irme ––medita––. No me importa marchar, pero duele. Abandonarlos a todos, dejar a mis seres queridos, partir para no volver... Dejar de estar aunque sea abandonado a ratos. Las navidades, los cumpleaños, las bodas... He vivido cuanto quería, cumplido mis sueños a golpe de esfuerzo y trabajo. He tenido cuanto he deseado, no dinero, poder ni fama; sino amor, entereza, orgullo y dignidad. Los valores que me han hecho ser feliz, que han logrado que mi paso por el mundo mereciera la pena. Y aún así... Aún así duele partir.
Una lagrima cae sobre la foto de la mujer y el bebé que el anciano retiene con fuerza entre sus manos engarfiadas.
––Ahora lo entiendo pero entonces fui incapaz ––Los ojos anegados por las lágrimas recorren el contorno de la figura de la hermosa mujer. Con cariño, como si la acariciara con la vista––. La odié. La odié tanto... la odié por partir. Por dejarme. Pero era un odio surgido de la fuerza del amor. La culpé de abandonarme cuando más falta me hacía, sin entender, como comprendí luego, que siempre me habría hecho falta. La odié. Y sin embargo... Siempre la amé.
La sombra ha vuelto a ocupar su sitio en la esquina de la estancia, respetuosa con el dolor del anciano.
––¿Hay algo después de ti? ––La pregunta despierta ecos en las sombras. Tiene la fuerza enérgica de la desesperación, y con ella se alza la voz, ya no tan cascada ni vieja, como un recuerdo de las palabras del hombre joven que una vez fue––. No me importa morir, desaparecer, dejar de ser, extinguirme... ––Risas huecas, sin humor–– No voy a engañarte, no es mi sueño. Siempre creí en un cielo y un infierno, y ahora no sé si estaré más cerca de uno o de otro. Francamente, no me importa. Quiero descansar, de una manera u otra, pero antes de irme quisiera...
El anciano calla y la sombra espera, tan quieta que casi parece no ser más que una simple alucinación senil.
––¿Estará ella allí? ¿Podré volver a verla?
Silencio ocupado por el paso de las horas, cantinela marcada por un reloj de pared que no entiende de modas, inmune al tiempo. Cuencas oscuras que lo observan desde la inmensidad del vacío.
––¡Vienes sin decir nada, arrebatas a los que más queremos, y ni siquiera eres capaz de respondernos! ¿Qué clase de monstruo eres?
El tiempo calla. El anciano llora.
––No dejaste que nos despidiéramos. Me la quitaste. Sin más. Con la facilidad con la que un poeta deshoja una flor me arrojaste al dolor y la locura. Y ahora, ahora que busco descanso, te niegas a consolarme... Te maldigo, Muerte, porque tu mano siega la felicidad y la dicha de los corazones que aman.
El reloj da las cinco. Cinco campanadas que reverberan en el silencio, banda sonora mortal del avance de la sombra. La muerte se acerca, en silencio, y toma al anciano en sus brazos, con ternura. La mano derecha, descarnada, entra en el pecho a través del pijama de hilo.
––El corazón ––jadea el anciano––. Sabía que sería el corazón.
La vivienda desaparece y el cuerpo cae al suelo con un ruido sordo, aunque el alma sigue en pie, mirando a la Muerte. La túnica y la mascara de la Muerte se desvanecen, como brumas de un recuerdo que en vez de olvidarse, regresa.
Es una mujer.
Tal vez...
––¿Tú? ––consigue decir el anciano con una voz que ya no es la del viejo achacoso de momentos antes.
––Yo
Y viejos recuerdos despiertan en su corazón, aunque éste ya no late ni descansa en su pecho intangible.
Se abrazan.
––Hija de puta –– se ríe––. Si no me hubieras hecho recordarte no habría muerto.
Ella también ríe.
––Te echaba de menos.
––Y ahora, ¿qué?
––Decide tú ––ella señala con su mano el infinito––, ¿dónde quieres ir?
Él se ríe una vez más. Demasiado feliz, demasiado dichoso como para no comprender.
––Llevo toda mi vida preocupándome por el dónde ––responde, rejuvenecido––. A partir de ahora, sólo será importante el con quién.
© Rafa del Río 2oo8

1 comentario:

  1. Me ha encantado *o*
    Y sobre la lentitud de la que hablaas... ¿qué mejor forma hay de describir la hora de la siesta en verano? No me extraña que lo publicaran.

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